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SETEFILLA, LA VIRGEN TARTÉSICA

Publicado 29/08/2024

ERMITA DE SETEFILLA. FOTO PIMENTELERMITA DE SETEFILLA. FOTO PIMENTEL

 

La Mesa de Setefilla, ubicada a unos nueve kilómetros al noreste de Lora del Río, Sevilla, es uno de esos lugares condenados, desde su formación geológica, a gozar de protagonismo arqueológico. Se encuentra ubicada en una cresta rocosa, en las estribaciones de la Sierra Morena, la de los silencios y la proverbial riqueza minera. Y, en arqueología, adquirió bien pronto protagonismo tartésico, pues fue de los primeros lugares excavados que se asociaron directamente a su cultura.

No la conocía, mea culpa, a pesar de haber pasado mil veces por la carretera que une Córdoba a Sevilla por la margen derecha del Guadalquivir. Todavía la llamamos la Carretera Vieja, vete a saber por qué. Aunque el yacimiento generó una información valiosa que es bien conocida por los arqueólogos, durante las dos últimas décadas su importancia se ha desdibujado, porque hace mucho que no se excava y, también, por el lógico protagonismo adquirido por los nuevos yacimientos que, como el de las Casas del Turruñuelo, en Guareña, Badajoz, nos sorprenden y deslumbran con sus hallazgos. Sobre la Mesa se erige la actual ermita de Nuestra Señora de Setefilla, patrona de Lora del Río, sede de una famosa romería, de las más importante de Andalucía, tierra de las luminosas romerías marianas. Razón de más para haberla visitado, pero, cosas de la vida, inexplicablemente no lo hice, aunque siempre se está a tiempo de remediar la falta, nunca es tarde, si la dicha es buena.

Este agosto de 2024, por fin, la visité. Y sé que volveré a hacerlo, porque Setefilla me pareció, sencillamente, una ubicación excepcional, pródiga en historia y paisajes. Intuyes la potencia de su yacimiento, aunque no lo ves. Paisaje, castillo y ermita reclaman toda la atención, pero, paseando por sus mesetas, percibes sus entrañas tartesias, de las que disponemos, afortunadamente, estudios e información arqueológica, aunque mucho del material encontrado en sus primeras excavaciones desapareciera durante nuestra Guerra Civil, de tan triste recuerdo y difícil olvido.

Y comenzamos nuestra ruta a lo grande, nada más ni nada menos que en la necrópolis de Carmona, la señorial, señora de la arqueología andaluza. Su caserío blanco – bellísimo -, sus iglesias y palacios, atesoran en su subsuelo la historia toda y destilada del promiscuo sur, esta tierra madre con todos coyundara para engendrar su cultura luminosa y pródiga. Y, desde luego, la tartesia ocupa en ella un lugar destacado, tanto bajo la ciudad como en su famosa necrópolis, como lo demuestran losbellísimos vasos del grifo y de la flor de loto, de los siglos VII-VI a.C., encontrados en 1992 bajo el palacio del marqués de Saltillo, o los túmulos tartésicos que aún se aprecian en la necrópolis, antecesores de los monumentales enterramientos hispanorromanos.

La visita a la necrópolis siempre asombra. La ciudad de los muertos se situó junto a la vía que unía dos grandes colosos del pasado, Carmo e Hispalis. Y, ya que nombramos a colosos, debemos hacer una breve glosa de George Bonsor (1855-1930) – conocido como Jorge Bonsor en estos lares -, por su extraordinario papel en el desarrollo de la arqueología andaluza en general y tartésica en particular. George Bonsor nació en Francia, tuvo nacionalidad británica y residió en España, tras conocerla en un largo viaje que realizó tras finalizar sus estudios. Influido por los ideales y la visión de los viajeros europeos del XIX recorrió España hasta que en Carmona encontrara el ambiente que le inspiró. Su amistad con el farmacéutico Juan Fernández López y con el excavador y comerciante de antigüedades – hoy sería denominado expoliador – Luis Reyes el Calabazo, hizo que se adentrara en el mundo de la arqueología, siendo socio fundador de la Sociedad Arqueológica de Carmona, que tanta influencia tendría para el devenir arqueológico de la localidad.

La necrópolis se encuentra en el Camino del Quemadero, toponimia que remite a las incineraciones ancestrales. Se conocía al menos desde 1868, aunque apenas había sido excavada, más allá de los expolios puntuales. Juan Fernández y George Bonsor adquirieron los terrenos en 1881 y comenzaron a excavarlo con método, planos, fotografías y memorias, en 1882. Los descubrimientos de tumbas, algunas espectaculares, como las de Servilia o la del Elefante, se multiplicaron, siendo el primer yacimiento arqueológico español excavado sistemáticamente y abierto después al público.En 1930, Juan Fernández y Jorge Bonsor, donaron los terrenos de la necrópolis al Estado, que, en 1931 lo declaró Monumento Nacional Histórico-Artístico. La necrópolis, más allá de su monumentalidad, es un muestrario de la evolución de los enterramientos y de cómo el mundo tartésico-turdetano fue transformándose en el hispano-romano, rico y cosmopolita.Cambiaron los ritos funerarios, los dioses y la arquitectura, pero el lugar de los muertos permaneció inmutable a lo largo de los siglos.

Bonsor, junto a Schulten y otros pioneros fueron los primeros interesados en los yacimientos protohistóricos del sudoeste peninsular, como Luis Siret lo sería del sudeste. Tras excavar durante años la necrópolis de Carmona, Bonsor aumentó su interés por las culturas prerromanaslo que le hizo excavar diversas necrópolis y megalitos en Los Alcores. Fruto de estos trabajos publicó en 1899 en la RevueArcheologique, bajo el título Les coloniesagricolespre-romaines de la Vallée du Betis, en el que formularía una tesis que, básicamente, sigue siendo actual. La de que, desde finales del neolítico, se desarrolló en el suroeste peninsular una rica civilización, que en contacto con los fenicios generaría la conocida Tartessos, que se convertiría, finalmente, en una de sus prioridades arqueológicas. Por eso, excavó en las islas inglesas de los Sorlingas, Scilly, en busca de las Casitérides en las que nacía la ruta de aquel estaño que haría rico a los tartesios de los buenos tiempos. En las campañas de 1923 a 1925 colaboró en las famosas e infructuosas compañas de Adolf Schulten en Doñana, tras las que marcharía a excavar en las Mesas de Setefilla que nos ocupan.SETEFILLA, FOTO PIMENTELSETEFILLA, FOTO PIMENTEL

Nos despedimos de la impresionante necrópolis de Carmona y de sus amables profesionales para viajar hasta el término municipal de Lora del Río, en el que se enclava el yacimiento tartésico de Setefilla, que pusiera en conocimiento público el famoso y ya conocido para nosotros Jorge Bonsor, tantas veces citado en estas líneas. Ya en carretera, atrás quedaba la gran ciudad, Carmo, la tartésica, encaramada en su alcor, dominando vegas, campiñas y tesoros. Delante nuestra, la línea oscura de la misteriosa Sierra Morena, preñada del metal que enriquecerían nuestra protohistoria y que aún se explota cinco mil años después. Qué veinte años no son nada, que canta el tango sabio. Tampoco, al parecer, cinco mil años de minería ininterrumpida. Pues bien, todavía bajo la evocación de la ciudad de los muertos, nos disponíamos a disfrutar de la travesía y sus vistas. Siempre me gustó la carretera que une Carmona con Lora del Río. Su paisaje ondulado supone un canto a las campiñas fértiles desde la antigüedad. O, al menos, lo suponía. Porque, acostumbrado a atravesartrigales y rastrojos, habituado a sus girasoles de calor, una grave agresión me alarmó. El paisajeestaba mutandocon horrorosa rapidez. Cientos de hectáreas de suelo cultivable estaban siendo transformadas para la instalación de campos fotovoltaicos, un auténtico horror estético y medioambiental. Compartiendo la bondad de las energías renovables, no es razonable, ni entendible, ni lógico, el restar suelo agrícola por unas superficies cuasindustriales, de negras placas solares, estructuras de acero, cimentaciones de hormigón, caminos, cercas metálicas y subestaciones zumbonas, un auténtico horror paisajístico y biocida. Para impedir el crecimiento del forraje,por ejemplo, los suelos serán tratados con herbicidas sistémicos, hasta que queden envenenados, muertos y yermos. No les interesa la vida, les interesa la electricidad del sol.Nos venden – y nosotros compramos – el que se trata de instalaciones sostenibles y ecológicas, cuando no imaginamos una pesadilla más invasora y antiecológica. El día que alguien grite el rey está desnudo, seremos consciente del ecocidio de las dichosas placas, del que estamos siendo cómplices necesarios, bobos y felices. Que una cosa es que las coloquen sobre cubiertas de edificaciones – estupendo - y, otra bien distinta, desgraciando suelo rural.

 Pero no permitiremos que la visión de aquel engendro fatal amargara una mañana de descubrimientos. Regresemos, pues, a nuestra ruta arqueológica, que es lo que nos ocupa. Dejamos las campiñas para adentrarnos en las feraces vegas de regadío. Tras cruzar el Guadalquivir, dejamos a la izquierda la ciudad de Lora - al parecer su toponimia nos remite a laurel - para dirigirnos a las cercanas estribaciones de Sierra Morena. El terreno, todavía zona de regadío, con frutales, naranjos, olivares y alguna que otra besana de algodón, comienza a elevarse. Dejamos a nuestra derecha la pequeña aldea de colonización de Setefilla, de apenas doscientos habitantes, construida en los sesenta del siglo pasdoal calor de la zona regable del pantano del Bembézar.

Las curvas se van haciendo más pronunciadas y la carretera más estrecha cuando, de repente, asoma sobre nosotros la Mesa de Setefilla, recortada por su cresta elevada y sus cantiles rectos, cortados en vertical. El destacado accidente se encuentra coronado porlas ruinas del castillo que se encaramara, feroz, sobre su roquedo. A sus pies,la blanca ermita – también santuario e iglesia prioral - de Nuestra Señora de Setefilla, nada más ni nada menos, lugar de devoción y peregrinación para miles de devotos. La actual ermita tiene su raíz en la antigua iglesia levantada por la Orden de San Juan del Hospital de Jerusalén en 1282.Durante los siglos XVII y XVIII se acrecentó y tomó la forma que derivaría en la que hoy conocemos.

Estamos ante uno de esos lugares condenados desde el principio de los tiempos a ser materia arqueológica, como decíamos al inicio de estas líneas. La geografía y los azares geológicos así lo determinaron. El río Guadalbacar, afluente del Guadalquivir, labró con paciencia milenaria barrancos y cortados, protegiendo a la mesa por su cara norte y sus costados. Nos encantan esos lugares tenaces en el tiempo que aún custodian la arcana sacralidad del lugar. Nuestra Señora de Setefilla, la Serranita Hermosa, como le cantan sus fieles, patrona de la ciudad de Lora del Río, es venerada por la devoción popular, que celebra la multitudinaria romería a principios de septiembre. Miles de romeros rezan y cantan con viva emoción a su virgen, sin ser conscientes que, miles de años atrás, quizás, en ese mismo lugar, sus antepasados tartesios veneraran festivamente, también, a la diosa madre que los amparaba. Quién sabe.

El fenómeno de las romerías siempre me llamó la atención. Participé, en mi juventud, en mucha de ellas, comulgando con la devoción de la fiesta. Viviéndolas, pero siendo consciente de su hondura antropológica. Los caracteres cambiaban, las sonrisas y abrazos se multiplicaban, las lágrimas afloraban, el vino corría. La extraña mezcolanza de la devoción mariana – sincera y sentida -, con los excesos báquicos, generaba una fortísima explosión sensorial, que conformaba una intensa experiencia espiritual – así podemos llamarla - nada canónica ni ortodoxa, por cierto. ¿Cómo era posible rezar a la virgen con lágrimas en los ojos para, a continuación, beber sin límite, bailar y ser pasto de desenfreno? ¿Cómo pasar del éxtasis místico a la seducción carnal bajo los efectos del mucho vino? Fue en el Rocío, muchos años atrás, cuando comprendí que, en verdad, participábamos de un rito dionisiaco, sin ser conscientes de ello. Sí, la antigua diosa de la fertilidad deseaba ser venerada a través de ritos dionisiacos, donde se bebiera, bailara y amara, en una antiquísimaceremonia colectiva y popular, sensual y sensorial. Religión y placer, espiritualidad popular andaluza. Estas importantísimas vírgenes del sur no desean ser veneradas con el dolor ni el sacrificio, se les adora con el placer sensorial, que también es espiritualidad, pero de otra forma. Hizo bien la iglesia en adoptar sincréticamente los antiguos ritos paganos para sacralizarlos en la liturgia católica, donde a veces encaja con pasador, pero que funciona, al fin y al cabo. Es el concepto de religiosidad popular, con unas profundas raíces antropológicas, históricas y culturales que, a veces, nos descubren un pasado habitado más allá del silencio y frialdad de piedras y ruinas.  Arqueología antropológica, pero arqueología, al final y al cabo.

Donde se veneran a las grandes vírgenes, lugar sagrado es. Al menos, para las gentes del pueblo, que guardan en su inconsciente colectivo los ritos de sus diosas ancestrales. Romerías del Rocío, en Almonte; de Setefilla, en Lora; de Valme, en Dos Hermanas; de Araceli en Lucena; de la virgen de la Cabeza, en Andújar, por citar solo algunas de las más conocidas. Cuántos secretos del pasado guardan sus cimientos y devoción. Hablar de la blanca ermita de la virgen de Setefilla, pues, es, también, hacerlo del alma arcana de ese lugar privilegiado. Por sus raíces, por asistir al nacimiento de la arqueología tartesia, podemos, también, considerarla como virgen tartésica a nuestros efectos. Intentamos entrar en la ermita, para saludar a la Señora, pero la encontramos cerrada. Una pena, sentimos que la visita será incompleta. Recorremos la galería cubierta que la circunda y, entre sus arcos, divisamos el castillo altivo que aún exhala fiereza, como si se resistiera a morir del todo. 

En efecto, arriba, sobre la meseta más elevada de la cresta, se yergue el poderoso castillo de Setefilla, sobre los cimientos de la antigua acrópolis tartésica. La construcción visible es por entera medieval. La primera fortificación se realizó en el siglo IX, en el primer periodo andalusí, desde el 888 hasta 912, al parecer sobre las ruinas de un antiguo castro preexistente. El castillo Chanf-Fila, como aparece citado por el famoso viajero y geógrafo Al Idrisi en el siglo XII, defendía la vía del Guadalquivir casi en el mismo límite de la cora de Sevilla, cercana ya a la de Córdoba. Tras la conquista castellana por Fernando III, alrededor de 1243, se entregó a la orden hospitalaria, que estableció un bailío que incluía siete localidades. Alfonso X lo cita como Septefillas, lo que algunos interpretan como las siete localidades hijas, quien sabe. Otras voces, como la de Antonio Manuel, consideran que Setefilla podría provenir de la misma raíz árabe xata/xatafi/xatif que da nombre a Getafe, que significa "lo que está a lo largo del camino". Getafe, entre Madrid y Toledo. Y Setefilla, que está entre Sevilla y Córdoba, sería "la que se encuentra a lo largo del camino", literalmente "Xatifiya". Quede aquí recogida, también, esta sugerente posibilidad. Un poblado se estableció junto al castillo, que serían abandonados en 1539, tras haber perdido su valor estratégico y defensivo sobre ese tramo medio del Guadalquivir. SETEFILLA. FOTO PIMENTELSETEFILLA. FOTO PIMENTEL

Recorremos los dos patios del castillo, separados por una muralla interior. Ocupa una superficie superior a la que se percibe desde la ermita. Se aprecian distintos torreones y bastiones, en diferente grado de ruina. La torre del homenaje destaca, dado su volumen y mejor estado de conservación. Tiene cuerpos constructivos incomunicados entre sí. Al inferior se accede a través de una puerta del patio, junto a la que apreciamos los restos de un pequeño aljibe abovedado, mientras que al cuerpo medio a través del paseo de ronda sobre la muralla. Un castillo sólo accesible por la pendiente suave que lo une con la meseta inferior donde la ermita reza a la reina de los cielos. Solo el imponente castillo de Almodóvar del Río competiría en vistas y poderío sobre el valle medio del Guadalquivir, entre Córdoba y Sevilla.

El yacimiento arqueológico tartésico no se ve, pero se percibe y, sobre todo, en parte al menos, se conoce, porque fue parcialmente excavado, sobre todo dos túmulos de su necrópolis.  La relevancia arqueológica de la Mesa de Setefilla era ya conocida en el silgo XVIII. Pero fue el gran Bonsor el primero que lo excavó, como hiciera con otros tantos yacimientos protohistóricos de la comarca. Exploró la zona en 1889, en busca de la antigua Axati, la ciudad romana que daría lugar a la actual Lora. Su fino olfato le hizo saber que se encontraba ante un importante yacimiento arqueológico. En 1901 regresa y realiza una descripción pormenorizada de la Mesa. Entre 1926 y 1927 excavó la necrópolis, junto a su ayudante Raymond Thouvenot. Acertadamente,la adscribió a la cultura tartésica, lo que supone todo un mérito clarividente por la temprana fecha en la que la formuló. Dató el yacimiento entre los siglos VII y VI a.C. en función del material de carácter orientalizante encontrado. Tras las excavaciones de Bonsor, el yacimiento quedaría abandonado casi cincuenta años hasta que, en 1973, María Eugenia Aubet (1944-2024) se interesara por los materiales encontrados en las excavaciones de Bonsor. Ese mismo año comenzaría a excavar el túmulo A. En 1975 lo hizo en el túmulo B, ambos ya trabajados previamente por Bonsor. Realizaría posteriores excavaciones en 1976, 1980-81 y 1982, cuyos resultados publicaría en artículos y publicaciones diversas. Estos trabajos establecieron una secuencia de ocupación ininterrumpida desdeel Bronce Medio hasta el periodo ibérico, demostrando la relación entre el poblado y la necrópolis.

Los túmulos excavados y estudiados por Aubet son estructuras complejas, con enterramientos múltiples, usados y removidos en distintas fases, con varios niveles de enterramientos y edificación. Su cámara fue expoliada desde la antigüedad o en la Edad Media, pues se encontraron en su interior cerámicas medievales. Las posteriores dataciones radiocarbónicas, publicadas en 2017 por Brandherma y Krueger, demostraron que el nivel más antiguo pertenece al Bronce Medio, o quizás antes, aumentando la densidad de ocupación durante la transición del Bronce al Hierro para llegar a su apogeo en los siglos VIII y VII a.C., es decir en pleno periodo orientalizante o tartésico. Su construcción demuestra que fueron traídas tierras de otros enterramientos remozados, no sabemos si por alguna lógica ritual o por simple comodidad práctica. Esta continuidad poblacional desde el Bronce medio al Hierro tiene valor, pues, por lo menos en esa zona, contradice la idea extendida de que se produjo una acusada despoblación en el sudoeste peninsular en el Bronce final, a partir del 1100 a.C.lo que habría favorecido la colonización fenicia sobre un territorio despoblado. No parece que el análisis radiológico de los restos de Setefilla abonen esta tesis, dada la secuencia continuada de ocupación, desde momentos, además, algo más antiguos de los esperados.

María Eugenia Aubet, catedrática de prehistoria de la universidad Pompeu Fabra, merece nuestro reconocimiento. Entre sus muchas publicaciones, destaco un interesantísimo estudio de los marfiles encontrados en yacimientos relativamente cercanos, como los de Bencarrón, en Los Alcores de Alcalá de Guadaira, Santa Lucía, en Mairena del Alcor y Setefilla, en Lora del Río, todos ellos con motivos similares, claramente orientalizantes, con presencia de grifos y jinetes, que nos hablan de la presencia de talleres locales, aunque inspirado en los modelos del Mediterráneo oriental, al parecer más motivados por su belleza estética que por su simbología religiosa. Aubet llega a postular la existencia de un único taller, ubicado durante el siglo VI a.C. en algún punto del Valle inferior del Guadalquivir – desde Carmona a Cádiz -, que logró hacer obras originales, pero claramente inspiradas en el arte fenicio arcaico. Se han localizado algunas de estos marfiles tallado tartésicos en otros puntos del Mediterráneo, como Cartago o a la isla de Samos, pero se considera que su producción estaba dedicada íntegramente al consumo local.

Toca ya regresar a Córdoba. Nos detenemos sobre el puente del río Guadalbacar, para despedirnos de la Mesa de Setefilla, que se advierte arriba, a lo lejos, en silente plegaria tartésica. Más adelante, observamos la imponente silueta del castillo de Almodóvar del Río, en perfecto estado de conservación gracias a sucesivas restauraciones. Tuvo mejor suerte que el de Setefilla, su hermano arruinado. El Guadalquivir los une, quién sabe, si también, el pasado tartésico que apenas si comenzamos a descubrir.   

 

Manuel Pimentel Siles

Visitado 14/08/2024

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