NECRÓPOLIS DE DARA. FOTO NAVARRO
Deseábamos conocer Dara, al sur de Turquía. Pero tendríamos que aguardar hasta el día siguiente. Atardecía y teníamos que llegar hasta Mardin para dormir. No conocíamos Mardin. Ni siquiera nos sonaba su nombre cuando comenzamos a preparar el viaje, aunque, desde siempre, estuviera ahí, custodiando desde sus alturas el tiempo suspendido de la Mesopotamia. O, mejor dicho, del nacimiento de la Mesopotamia. Mardin, ciudad antiquísima, se ubica en las faldas de una gran loma coronada por una meseta de paredes verticales, una extraordinaria e inexpugnable fortaleza natural reforzada por murallas de diversas épocas y constructores. No en vano, Mardin significa en arameo siriaco fortaleza entre las fortalezas. Nuestro primer encuentro con ella aconteció desde la distancia, al atardecer, recortada frente al crepúsculo. Sobrecogía y eso que acabábamos de abandonar otro lugar sobrecogedor, Mor Gabriel, el monasterio fundado en 397, regalo de Justiniano, con el increíble récord de 1622 años de vida monástica ininterrumpida.