Nosotros hacemos programas de arqueología, que es la materialidad de la historia, y nos debemos a las hipótesis y teorías formuladas por los expertos. Nuestro papel es mediar entre los científicos y vosotros. Tenemos que ser rigurosos, separar el trigo de la paja, evitar veleidades y desterrar la especulación y la frivolidad de nuestra producción. Ridley Scott, no. Él hace cine de ficción, no cine documental, y lo rueda magistralmente. El impacto de sus películas como reclamo para la Historia, no tiene parangón. Scott ha dirigido varias cintas de este género. Por ejemplo El Reino de los Cielos o Gladiator. Estoy convencido de que ha despertado el gusanillo de la historia en millones de personas. Si “París bien vale una misa” esta invitación a la historia vale desde luego una película, sobre todo si es la magnífica Napoleón.
Hoy me tomo la licencia de no hablar de arqueología napoleónica. Y podría. Quizá lo hagamos en el futuro. Quizá nos enfrentemos a los restos de Trafalgar o Bailén, a las maldades de Sebastiani o al Sitio de Zaragoza. Pero hoy vamos a escribir sobre la última película del maestro Scott, por la que está recibiendo más balazos que los que se ven en la escena de Austerlitz, por cierto, una batalla rodada con introspección, poesía, hielo, épica, dolor y dominio del Arte de la Guerra. Austerlitz es una muerte blanca que te va envolviendo, un frío aterrador que emana de la mirada de Bonaparte; es más gélida que la campaña de Rusia. El General Invierno es un secundario principal de la película, qué duda cabe. Quizá por eso, Napoleón tiene en muchos planos una chimenea encendida detrás de él. Es un hombre con el Hades a sus espaldas. Vive en un infierno constante. Ese es el gran acierto de Scott, ha situado al personaje histórico ante sus conflictos humanos, expuesto a sus demonios internos.
Scott ha construido una monumental historia de amor. Del amor por un hombre a Francia, al ejército y a Josefina. Su amor por Francia lo manifiesta en su ambición de devolver la grandeza a un país que la ha perdido bajo la afilada hoja de la guillotina. El amor al ejército tiene mucho de adrianeo. Escrito está que el emperador Adriano encabezaba a sus legiones en todas las campañas caminando y jamás se cubría la cabeza. Napoleón está con sus soldados, es uno más. Por eso siempre recibe su apoyo. Los guiños a Roma, con la presencia permanente de bustos de emperadores y filósofos – a veces parece que estamos en los Museos Capitolinos – son una constante. El Napoleón de Scott es un imperator, no un rey, aunque se corone a sí mismo en una monumental pantomima. Por cierto, Scott no se olvida de David, al que muestra en varios planos. Maravilloso detalle para los amantes de la Historia del Arte. La imagen de la coronación de Napoleón nos ha llegado a través de la mirada del pintor, Ridley Scott le reconoce – de esa manera – ser el autor del relato final. La secuencia de la coronación es portentosa.
El tercer – y gran amor – de Napoleón es Josefina, que lo atrapa en la primera mirada. Josefina aparece en la película como causa verdadera de Napoleón, como el complemento necesario al amor por Francia y por el ejército. Scott ha construido una relación compleja, carnal, amistosa, entrañable y cruel. Josefina tiene poder sobre Napoleón en forma de influencia. Es su norte. Se trata de un poder que brota de una relación sexual y amorosa. El momento en el que Josefina muestra su sexo al futuro emperador y le advierte de que ya nunca podrá olvidar ese paisaje íntimo tiene un lugar reservado en la Historia del Cine. Josefina, adúltera y perdonada por Napoleón, el gran hombre que se somete a escarnio público por un amor más fuerte que el despecho. Es un amor adulto que es el trasunto de toda la vida del general. Josefina es el equilibrio imprescindible de Napoleón, su alfa y su omega.
Esa es la historia que nos ha contado Scott: una historia de amor. Y sobre todo, una historia de flaquezas humanas. El veterano director no se enfrenta al poder como un hecho abstracto, al contrario, lo encarna. Las debilidades del Zar o de algún miembro del Directorio que es detenido mientras desayuna, lo dejan bien claro. O María Antonieta yendo maniatada hacia la muerte mientras mira con desprecio al populacho que la mancilla a tomatazos.
Ridley Scott ha construido una obra monumental, maestra. Una obra sobre la naturaleza humana. Se le critican imprecisiones históricas. Quizá haya querido hacer un paralelismo entre el mundo actual en el que la propaganda y la posverdad convierten en verdadero lo inexistente o lo falso; o simplemente – y más plausible – nos ha contado una historia. Una gran historia.
Ya no quedan directores como Ridley Scott, id a ver Napoleón.
Manuel Navarro