El jueves se produciría nuestro primer contacto con la cultura nurágica, clara exponente del Bronce sardo como ya sabemos. Nuestro primer destino, el área arqueológica de Santa Vittoria de Serri, que, como el museo de Laconi el día anterior, abrieron expresamente para Arqueomanía, pues todos los monumentos se encontraban cerrados al público, COVID mediante.
El yacimiento, conocido como santuario nurágico de Santa Vittoria, posee una superficie de casi veinticinco hectáreas y se sitúa sobre una meseta que domina dos grandes valles. La meseta queda determinada por unos farallones rocosos que la harían inexpugnable en caso de asedio. Pero, aunque enseguida hablaremos de guerra, queremos primero destacar el carácter sagrado del lugar, bajo la advocación actual de Santa Vittoria, una mártir local que goza de gran veneración por la gente del pueblo. En efecto, una capillita con una imagen de la santa imbuida en un gran trozo de roca - ¿influencia acaso de las estatuas -menhir? – nos bendice en nuestra entrada al recinto. Y, entonces, el arqueólogo Federico Porcedda – que habla razonablemente el español por haber estudiado en Granada – nos cuenta brevemente la historia del lugar y de sus excavaciones, su importancia arqueológica y, sobre todo, nos transmite que el lugar ha mantenido su carácter sagrado durante milenios, por lo menos desde los tiempos nurágicos hasta ahora, ya que el culto se mantiene en una capilla en honor de santa Victoria, muy venerada por las gentes de Serri. Es curioso la tenacidad de los lugares sagrados de la antigüedad, empeñados en seguir alimentando espíritus a lo largo de los siglos. El lugar se conoce como Santuario Nurágico de Santa Vittoria y sobre sus ruinas se erige una capilla cristiana, que mantiene la vela encendida a la diosa sincrética de ayer y a la Virgen de hoy.
Pero antes del santuario, estuvo la nuraga. Antes del rezo, la defensa, antes de la ofrenda, la espada. Porque por algo escogieron un lugar elevado de fácil defensa en vez de edificar en el cómodo llano. En efecto, en un extremo de la meseta se levantó, sobre el 1.800 a.C., la nuraga fundacional, cuyo arranque ciclópeo es aún hoy visible. Posteriormente, alrededor del 1300 a.C., se edificarían sobre esa nuraga un complejo y rico santuario nurágico, utilizando algunos de sus elementos. Pero no avancemos y reflexionemos sobre el uso primero de la nuraga. Cuando formulamos a los expertos la pregunta obligada, el para qué fueron erigidas, varias son las respuestas. Fortificación, poblado, lugar de reunión o culto, elemento de prestigio, arquitectura de poder, instalación para controlar el territorio, o una mezcla de todas ellas, como parecería más probable. Pero el caso, es que, en el lenguaje visible y secular de las construcciones, la nuraga parece hecha para la guerra, una guerra que, al parecer y según los indicios arqueológicos, fue bastante frecuente en las azarosas vidas de los habitantes del Bronce.
Y si las estatuas-menhir, como elemento calcolítico, nos hablaban de paz, las nuragas, como construcciones prototípicas del Bronce, nos remiten a la guerra. Aunque los arqueólogos nos insistieron una y otra vez durante nuestras visitas que no debíamos ver la nuraga como una simple fortificación, la verdad es que su aspecto resulta intimidatorio, con su gran aparato de torres colosales y murallas anchas e intimidatorias. Desde luego, si las nuragas no tuvieron esencia de fortaleza, bien que lo parecieron. Torres para infundir temor rodeadas de otras torres y de gruesos muros, todos ellos, por si fuera poco, de carácter ciclópeo. Visitándolas, uno piensa que, quizás, la militar y defensiva no fuera su única misión, pero, desde luego, sí que sería una de las primordiales y, desde luego, la más vistosa y llamativa. Y todo ello en coherencia con los nuevos aires de gesta que trajo la irrupción de la Edad del Bronce en todo el Mediterráneo. Algo pasó sobre el 2300-2200 a.C. que hizo que todo se tambaleara. Los grabados, esculturas, cerámicas y pinturas comenzaron a representar armas y guerreros, como si la guerra comenzara a idealizarse. Los pueblos se fortificaron y, en muchas ocasiones, se trasladaron a alturas inaccesibles. Las pacíficas estelas de Laconi se convertirían a posteriori en grabados de guerreros, como de hombres de guerra, fuertemente armados, son muchos de los bronces antropomorfos de la época nurágica. Estos vientos de guerra también se aprecian en el Bronce español, lo que confirmaría una dinámica mediterránea, cuyo origen y causas se desconocen a día de hoy.
Y tras ese frenesí bélico, los tiempos, pasados unos siglos, exigirían una redención religiosa. Y donde antes estuvo la nuraga, sobre el 1.300 se erigiría un complejo santuario, de múltiples dependencias – algunas utilizando torres de la nuraga primera – entre ellas una gran plaza porticada y, sobre todas ellas, la que más impresión causa, los Templo-Pozo que después encontraríamos en otros complejos nurágicos de la isla. En esencia, el Templo Pozo es un pozo monumentalizado al que se accede por una escalera. La ingeniería al servicio de los mistérico, el agua purificadora y germinal a la que se accede a través de las geometrías en piedra. Desconocemos los ritos, pero cuando bajamos por las escaleras sentimos la honda – nunca mejor dicho – espiritualidad que emana el lugar. Al llegar al nivel del agua, y agacharnos sobre el estrecho escalón para sentir el agua de la vida, un fuerte sonido nos sorprende. ¿Un pájaro dentro del pozo? Elevamos la vista hacia el círculo azul de cielo que corona el pozo destocado. Nada, no vemos ave alguna. El sonido, aún más fuerte, parece provenir del mismo pozo. Y, entonces, la vemos. Una pequeña rana verde, suponemos que una ranita de San Antonio – santo sobre santa -, sostenida sobre el intersticio de dos sillares parece darnos la bienvenida para callar desde entonces. Nos detenemos unos minutos en el mismo borde del agua redentora y tratamos de comprender su significado para las culturas prehistóricas de la isla. Es muchas culturas, el agua es tratada como el origen de la vida y, en casi todas, como unción purificadora. En el propio catolicismo adoptamos esa costumbre ancestral en las pilas de agua bendita de las iglesias, para santiguarse y purificarse con ellas. Puede que los ritos que se celebraran con el agua de los Templo Pozo no difirieran en demasía del significado con el que llegó hasta nosotros. O sí, quién sabe, que una cosa es el relato, presa fácil de la imaginación, y otra bien distinta la prueba arqueológica precisa para confirmar una tesis. Y, ésta, no lo tenemos.
Grabamos con detalle, por tierra y aire del Templo Pozo de Santa Vittoria. Su estética es realmente sugerente, fotogénica y pródiga para el asombro, como inmediatamente pudimos comprobar. Como muestra de su sexappeal, un botón. Subimos a las redes una corta grabación realizada con el móvil y de inmediato la respuesta fue abrumadora. Si la democracia de los “likes” algo significara la conclusión sólo una podría ser: los Templo Pozo molan, y mucho, además. Su mensaje parece situarse fuera de los tiempos. ¿Qué tendrá esa estética prehistórica que tanto atrae a las gentes de hoy?
Sirvieran para lo que sirvieran sus aguas, el pozo sagrado acompañó los rezos, súplicas, ritos y purificaciones durante cientos, miles de años, pues el cristianismo vino a hacer suyo el lugar, imbuido todavía de antiquísimas creencias paganas, para cristianizarlo bajo la advocación de Santa Vittoria, en cuyo honor se erigió una ermita todavía existente, de origen bizantino, que otorga continuidad al carácter sagrado del lugar. La capilla, humilde en su construcción, se encuentra estratégicamente enclavaba en un saliente del farallón que define la meseta, justo sobre lo que fue la nuraga primigenia. Desgraciadamente, la encontramos cerrada. Una pena, porque correspondía pasar a saludar a la santa que custodia las esencias del lugar desde, al menos, aquellos tiempos remotos en los que los hombres erigieron los santuarios de grandes piedras y pozos monumentales en su honor.
Manuel Pimentel Siles