Manuel González Morales, catedrático de Prehistoria de la Universidad de Cantabria publicó hace tres años la obra titulada "Releyendo la Prehistoria", editada por La Huerta Grande Ensayo. Desconocía este libro hasta que el propio autor tuvo a bien regalarme un ejemplar la semana pasada en Ramales de la Victoria. Nos había convocado allí para impartir un curso de verano de la Universidad de Cantabria.
Como siempre que vamos en ruta, los libros suelen ir directamente al equipaje para evitar su pérdida con tanto cambio de hotel. Por diferentes razones no había podido hincarle el diente hasta hoy. No me ha quedado más remedio que dedicarle unas líneas.
En primer lugar porque objetivamente lo merece. En estos tiempos de relativismo es menos habitual ver obras que defiendan el método científico como camino hacia una verdad, que si bien mudable a través del mismo método, no es una mera cuestión de opinión. Los hechos, hechos son, y las opiniones siendo perfectamente libres, no se pueden poner en el fiel de la misma balanza.
El libro de González Morales es una obra deliciosa, un libro que se lee con perfecta delectación, claro, conciso, insuflado de un espíritu erudito y burlón y en todo alejado de lo sobreactuado. Y no será porque no trata temas de enjundia.
Divide Manolo la obra en cuatro partes y una conclusión. Conclusión, que a mi modo de ver, debiera leerse en todas las aulas de este país - al menos desde Bachillerato en adelante - para que el futuro, con todos sus ambages, nos depare un camino lógico y en la medida que lógico, previsible y hasta cierto punto controlable.
Empieza el Profesor, por poner los puntos sobre las íes en la historia - no por mucho contada bien contada - de Don Marcelino de Sautuola. Despeja incógnitas, desmonta mitos, da al César lo que del César es y lo hace con documentos, no con dimes y diretes. Recupera y reivindica la Historiografía como elemento esencial hacia la verdad pasada. Y lo hace con el caso capital de Altamira. Ya la atención queda fijada, la cosa va en serio, qué duda cabe.
Continúa con un episodio con aire de "Viaje al centro de la Tierra", al relatar cómo fue el proceso de descubrimiento de las grandes cuevas del Cantábrico y como - a pesar de que estas cavernas eran conocidas - sólo aquellos que tenían una mirada preparada (educada para ello), como Hermilio Alcalde del Río, fueron capaces de "desvelar" el arte que llevaba miles de años pintado en las húmedas y oscuras paredes de las grandes cuevas cántabras. Un recuerdo de que hay que mirar para ver y de que en ciencia se encuentra lo que se busca.
El autor prosigue su alegato pro ciencia y pro razón, con un caso claro de correlación que en nada tiene de causa - efecto: la presencia del ferrocarril y las aguas termales en la proximidad de las cuevas prehistórica. Probablemente sea el más hilarante de los capítulos, aunque no por ello de menor utilidad en la explicación del valor del método científico. Lo cortés, no quita lo valiente.
Se deja González Morales para el final un plato muy fuerte, un chuletón después de un cocido montañés: "Los pintores negros de Altamira." Sólo este bloque tiene más enseñanza sobre la evolución humana que la mayoría de las cosas que pueden verse por ahí. Todas juntas, digo. Manuel, separa el trigo de la paja y llama a las cosas por su nombre, al pan, pan y al vino, vino. Aísla el fantasma del racismo y su álter ego creacionista. Somos fruto de la evolución, esa que provocó que hace unos 14 mil años comenzáramos a volvernos más claros de piel. Pero ya "era tarde" para los pintores de Altamira: ellos habían hecho su trabajo cuando los humanos del viejo continente - y de toda la faz de la Tierra - eran todavía negros.
Las leyes de la naturaleza carecen de ideología y de apriorismo. Las cosas suceden de otra manera. La ciencia tiene que averiguarlo y explicarlo. Es nuestra única herramienta. Todos le debemos a Manolo González Morales que lo haya puesto negro sobre blanco. Gracias Manolo.
Manuel Navarro