Salimos temprano de Aínsa. Teníamos una hora de camino a través de una carretera excavada literalmente en las estrechas paredes de un magnífico barranco hasta llegar al punto de encuentro, donde nos reunimos con Javier Rey e Ignacio Clemente – con los que habíamos compartido la visita al dolmen de Tella y al asentamiento neolítico de Coro Trasito durante la jornada anterior -. Nos aguardaba, también, Anchel Belmonte, director del geoparque de Sobrarbe, que nos explicaría las fuerzas geológicas que conformarían lo que hoy es Parque Nacional de Ordesa. Ya glosamos la belleza y riqueza natural del Sobrarbe, una de las escasas comarcas bendecida por las tres figuras internacionales de la UNESCO. A saber, la Reserva de la Biosfera de Ordesa, la de Patrimonio Mundial para Pirineos-Monte Perdido y para las Pinturas Rupestres del río Vero y, como tercera figura, la del Geoparque. Y, por si fuese poca distinción, también ostenta el reconocimiento de Patrimonio Mundial Inmaterial para las Fiestas del Fuego que se celebran en el solsticio de verano y para la construcción en piedra seca. Títulos merecidos que reconocen el alto valor ecológico y humano de estas tierras que nos enamoran.
Ascendimos en todo terreno hacia la parte alta del valle de Ordesa, desde donde se precipitan las paredes verticales que, millones de años atrás, esculpiera el glaciar. Las restricciones de circulación en el parque nacional son tan estrictas que parte del equipo debe ascender por un camino exterior, lo que le supone algo más de caminata, pero, también el privilegio del asombro del mirador superior. Ordesa sobrecoge en su inmensidad. El valle, en forma de U perfecta, se despeña con serena violencia a nuestros pies, con el lejano río – ni escuchamos el torrente -que serpentea a lo lejos, al fondo, y con el manto amarillo de los erizones en flor, que así llaman a lo que conocemos en otras latitudes como cojín de monja. Su floración espléndida aporta color a su telúrico gigantismo. Lo que antaño fueran pastos de altura comienzan a cubrirse de erizones, planta colonizadora a las que sucederán, primero el boj y, después, hasta casi los 2.000 metros, el pino silvestre. Ya reflexionaremos más adelante las razones de este inesperado retroceso de las praderas y del avance del bosque, porque tiene una base arqueológica y antropológica. Pero regresemos a nuestra jornada de arqueología de alta montaña, que tantas sorpresas aún nos depararía.
Nuestro objetivo, grabar las pinturas rupestres de mayor altitud de las conocidas en toda Europa, recientemente descubiertas por el Grupo de Arqueología de Alta Montaña. Para ello tendríamos que andar unos veinte kilómetros por estrechos senderos y paisajes kársticos, pero éramos conscientes de que el esfuerzo bien mercería la pena, tanto por el patrimonio arqueológico como por la naturaleza en estado puro que conoceríamos.
Ninguna nube profanaba el azul de un cielo inmenso, pleno y rotundo. Mucha protección solar precisaríamos para las largas horas de caminata que nos aguardaban. Ya todos juntos, comenzamos nuestra marcha por una senda que bordeaba el precipicio. Las chovas, córvidos de graznar agudo y estruendoso, parecen salir de las entrañas de la tierra, pues utilizan las simas como lugar de descanso y de nidificación. Nos acompañarán todo el día con sus vuelos y graznidos. Las marmotas, introducidas desde los Alpes y con gran éxito de adaptación, son los únicos mamíferos que veremos durante el día. El bucardo, desgraciadamente, ya desapareció – nos dicen que han soltado cabra hispánica de Gredos para repoblar estas sierras - y el sarrio – el rebeco de los Pirineos – se mostró esquivo durante toda la jornada.
El valle se nos muestra como tallado por la gubia colosal de un primoroso carpintero. Y ese carpintero no es otro que el hielo, según nos explica Anchel Belmonte. En glaciaciones pretéritas la nieve se acumuló en los circos superiores. La presión la transformó en hielo, y la gravedad lo hizo fluir hacia abajo, en una dinámica glaciar bien conocida. Miles de millones de toneladas de hielo arrastraron rocas y piedras que, literalmente, lijaron las paredes del valle por donde fluyeron, hasta conformar la característica U glaciar. Cuando la lengua de hielo llega a su final, deposita los materiales arrastrados en lo que se conoce como morrena. Hasta aquí, la teoría. Pero cuando apreciamos las dimensiones del valle de Ordesa no logramos asimilar con facilidad que sea obra del hielo y la erosión, dadas sus alturas y magnitudes. Por la singularidad y belleza de sus paisajes y por la rica biodiversidad que desde siempre atesoró, fue declarado Parque Nacional en 1918, primer parque nacional de España, junto al conocido por aquel entonces como Montaña de Covadonga. Y con orgullo patrio, debemos resaltar que fueron de los primeros europeos. En materia de Parque Nacionales, al menos, no llegamos tarde.
Arriba, enseñoreando el valle y los cielos, los tres picos conocidos como las Tres Sorores - las tres hermanas -, a saber, Monte Perdido – Arrablo para los del lugar -, de 3.355 metros de altitud, el Cilindro Marboré, de 3.328 metros y el Collado Añisclo, de 3.263 metros. Sus alturas se adornan, a pesar de ser julio, con los jirones blancos de los neveros y eso que vemos su vertiente sur. Suponemos que en la cara norte serán más extensos y frecuentes.
El Pirineo fue antes mar. Los que hoy son altos picos y montañas descomunales son fruto de la elevación de un mar que separaba las placas ibérica y europea. El choque tectónico ascendió los sedimentos hasta alturas inimaginables, en un fenómeno clásico de orogenia alpina. De ahí, la presencia de fósiles marinos en las alturas, como el de la nueva especie de sirénido – entre la vaca de mar y el tiburón – descubierto recientemente y bautizado como Sobrarbesiremcardieli, por aquello de antiquísimo súbdito del reino de Sobrarbe.
Tras la elevación alpina, la erosión fluvial, glaciar y eólica hicieron su tarea de modelado y talla hasta conformar los bellísimos paisajes actuales, entre los que Ordesa destaca con brillo propia, coronado por las omnipresentes Tres Sorores. A sus pies, a una cota de 2.200 metros, se encuentra el refugio de Góriz, frecuentado por montañistas y esquiadores de fondo. Está tan alejado del último acceso por automóvil que debeaprovisionarse por helicóptero. Hacia él nos encaminamos, pues las pinturas rupestres recién descubiertas se encuentran en sus alrededores.
El paisaje de pradera de altura, nos comentan, a la altura de 2.000 – 2.300 metros a la que nos encontramos, es fruto de la acción del hombre, que quemó y cortó bosques para favorecer la extensión de las praderas a las que poder subir el ganado en los veranos. ¿Y cuándo forzamos estos prados en detrimento de los bosques? ¿En la Revolución Industrial? ¿En la Edad Media? ¿Quizás antes? Pues el grupo de arqueología de alta montaña lo tiene claro. Comenzó con los primeros pastores del neolítico, que ya pastorearon por estas alturas como la arqueología demuestra. Después, la gente del Cobre, del Bronce y del Hierro insistirían en la deforestación de las alturas, para obtener los ricos pastos que sirvieron de sustento a sus numerosas cabañas. La arqueología del paisaje será, sin duda, una disciplina útil para entender nuestra propia historia de aprovechamientos de los recursos naturales.
Y los modos de pastoreo no cambiaron durante miles de años. Así, cuando observamos las actuales ruinas de las mayatas – chozas y corrales en piedra de los pastores -, nos resulta imposible deducir a simple vista si fueron levantadas hace cien, doscientos, mil o cinco mil años. Probablemente, muchas de estas mayatas lleven en uso, con mil y una reparaciones, desde la prehistoria. De hecho, una de las primeras tareas que realizó el Grupo de Arqueología de Alta Montaña fue un inventariado de las mayatas, que se reparten a lo largo y ancho de toda la zona de pastos. Algunas de estos corrales y viviendas de pastor se sitúan en medio de prados, otras apoyadas en paredes verticales y riscos y, algunas – las más interesantes – en el interior de cuevas y abrigos. Existen sistemas seculares de organización del pastoreo, que asignan los valles, los prados y las mayatas a los ganaderos y a los pueblos. El sistema de quiñón actual es heredero de aquellas prácticas ancestrales y aún hoy es considerada como ley para los ganaderos. Las mayatas se fueron abandonando a lo largo del siglo pasado, y ya hoy, ningún pastor las habita en verano, salvo acampadas esporádicas o refugio inesperado. Pero, gracias a fotografías de finales del XIX y principios del XX, podemos hacernos a la idea que cómo era la vida de aquellos pastores que durante los tres o cuatro meses del verano habitaban las soledades de las alturas. Como dato anecdótico, en algunas de ellas, se aprecia la flor de cardo carlina colocada sobre la entrada de la choza, como protección contra las brujas y otros seres de la noche. Antropología en estado puro.
Las evidencias arqueológicas – nadie había reparado nunca en ellas -, jalonan nuestro camino. Junto a la impresionante cascada de Cola de Caballo, se apreciaba vagamente, desde la altura en la que nos encontrábamos, una estructura ovalada que el grupo de alta montaña considera de construcción prehistórica. Asociada a otra mayata observamos lo que parecen dos formaciones tumulares de naturaleza megalítica, piedras demasiado grandes, desde luego, para haber sido movidas por simples pastores. Investigación queda por delante para determinar su estructura, antigüedad y uso.
Tras descansar unos minutos en el refugio de Góriz nos acercamos hasta las cuevas cercanas en la que se encuentran las pinturas rupestres. Desde el refugio apenas si nos lleva quince minutos alcanzar la Cueva Lucia – usada como mayata hasta tiempos recientes -, bien conocida para todos los que frecuentan las alturas. De hecho, es vivac usual para montañeros y senderistas. Pues bien, donde menos se esperaba saltó la sorpresa. Cuando el Grupo de Arqueología de Alta Montaña comenzó a rastrear concienzudamente la zona no pudo figurarse el gran descubrimiento que realizaría en una cueva tan conocida y visitada. En efecto, encontraron inesperadas pinturas rupestres en sus paredes, con los clásicos motivos esquemáticos del neolítico, antropomorfos, cuadrúpedos, tectiformes, motivos geométricos y puntos. Está pintados en ocre, aunque, en nuestra visita, advertimos tres líneas en negro que bien pudieran haber sido trazadas con los dedos de una mano. Quedan en estudiar este nuevo motivo para comprobar su antigüedad, antes de incorporarlo al conjunto parietal confirmado. Las pinturas rupestres de Cueva Lucia, a sus 2.200 metros de altitud, son, en la actualidad, las que en mayor altura se conocen de toda Europa. Todo un logro que resitúa nuestra imagen de los pastores neolíticos y de su cultura.
Aún no logramos entender el significado de sus signos y grabados, pero cada día son más los arqueólogos que se muestran convencidos de la existencia de un código compartido, de un protolenguaje o de una simbología común. ¿Quiénes los pintaron en Cueva Lucia? ¿Los mismos pastores, algún chamán del poblado? No lo sabemos, aunque no cabe duda que la ubicación de la cueva se encuentra en un sitio estratégico de los altos Pirineos y de los pasos a la vertiente norte. Por tanto, sería posible que tuviera algún significado territorial o, quién sabe, si sagrado. El caso es que su descubrimiento, además de una gran sorpresa, humaniza, aún más si cabe, estas alturas limpias y esenciales.
Cueva Lucia se encuentra en una cortadura, en la que se advierten otras covachas menores, en las que no se encontraron, por ahora, pinturas rupestres. Desde la cueva se domina una especie de circo, que recorremos en búsqueda de los otros yacimientos prehistóricos. El paisaje esta conformado por un karst muy activo, con sus lapiaces, dolinas y cuevas. En ellas buscaron cobijo los pastores neolíticos y los actuales, en unas condiciones de vida muy similares. Las chovas, salidas de las entrañas de la tierra, con acompañan con su algarabía de vuelos y graznidos.
Llegamos hasta la mayata de Puértolas de Dio. Grandes corrales de piedra derruidos quedan debajo de la cueva que sirvió de vivienda a los pastores. Ascendemos a ella y nos sorprende el gran muro que se alza a su puerta, usado más como contención de la tierra que nivela el interior que como cierre de protección. En el interior de la cueva se aprecia un manantial, canalizado hasta la salida para no encharcar la zona de hábitat humano. Un colchón enrollado cuelga del techo, testigo del uso puntual de algún pastor contemporáneo. Antropología en estado puro, seis, siete mil años de vivac de pastores, que fueron dejando las huellas de la época y de la cultura que a cada uno de ellos les tocó vivir. Y, como muestra de ello, el abecedario cuidadosamente escrito en una de las paredes de la cueva, usada como pizarra por un pastor empeñado en aprender a leer y a escribir, un empeño tenaz que nos enternece. Nos recuerda a aquellas imágenes infantiles de pastores de los años sesenta del siglo pasado que se llevaban el transistor al campo para escuchar los programas de educación a distancia. Y es que las paredes de las cuevas que sirvieron como panel para orar, mostrar y también enseñar a los pastores neolíticos y a los del siglo XX.
Y, muy cerca del abecedario rupestre, aparecen las pinturas rupestres en rojo. No se advierten bien los motivos, pero se trata inequívocamente de arte prehistórico, que se repiten en varios paneles de la cueva. La mayata de Puértolas de Dio es tremendamente evocadora, por cuanto nos enseña del comportamiento humano.
Pero debemos continuar, el tiempo avanza y aún nos queda una larga caminata para regresar a los automóviles. Subimos un poco aguas arriba hasta alcanzar la mayata de el Rincón de la Valle, situado a unos 2.250 metros de altitud e interpretado por los arqueólogos como un establecimiento ganadero del bronce, realmente complejo y rico. Además de los habituales corrales de piedra para el ganado y de la cueva superior de hábitat humano – donde se realizó un sondeo que confirmó la ocupación en el Bronce, hará unos 3.400 años -, Ignacio nos muestra una represa en el arroyo realizada para regar una terraza que se encuentra bajo la cueva. La presa, el canal y la terraza, sostenida por un muro de piedra se materializan ante nuestra vista por el sortilegio de sus palabras. Y las sorpresas continúan. En un lateral se nos muestra una especie de corredor realizado por grandes piedras… que sirvió para encerrar y ordeñar a las cabras y ovejas, mangás que le dicen en nuestra tierra. O sea, unas ricas y completas instalaciones… de la Edad del Bronce y situadas en alturas imprevistas.
Nos hubiéramos quedado allí, disfrutando de cielos y montañas, de arqueologías y mayatas, pero toca regresar. Y paso a paso marchamos los más de diez kilómetros que nos quedaban hasta los coches, con el zurrón de la curiosidad repleto de tantos nuevos conocimientos, con el alma ensanchada de paisajes y naturaleza y con la convicción de que la arqueología de Alta Montaña aún tiene muchas páginas que escribir en el incompleto libro de la historia humana.
Y, abajo, queda el valle solemne y hermoso, tallado por aquel antiquísimo glaciar que nos regalara una de las más hermosas esculturas naturales del planeta. Los hombres sólo tuvimos que ponerle nombre a aquella obra de arte colosal y la llamamos Ordesa. Y, en nuestro honor, sí que acertamos en el bautismo.
Manuel Pimentel Siles.