La vida es camino, cantó el poeta. Camino que se hace al andar, camino en que el que dejamos huella y que su huella deja en nosotros. Y nuestro camino nos conduce hasta la Sierra de Guara, la de los barrancos descomunales, la de las gargantas estrechas y profundas, la de las paredes verticales que retan a los cielos. Y, en el corazón de estas serranías bravías, vamos a conocer las pinturas de la Cueva de la Fuente del Trucho, donde sus más de cincuenta manos paleolíticas parecen, también, querer contarnos la historia de un camino, de una gran travesía, en palabras de la catedrática, Pilar Utrilla.
Pero no adelantemos acontecimientos. Cada camino comienza con un primer paso y ninguno mejor que Aínsa, desde donde nos dirigimos hacia el sur para adentrarnos en la Sierra de Guara. Sus formas, desde el norte, son suaves, como colinas redondeadas cubiertas de vegetación. Esta suavidad del relieve contrasta con la fiereza y verticalidad de los barrancos y cañones que acoge en su seno, cincelados por la paciente acción erosiva de ríos y arroyos. Barrancos, gargantas y torrentes son los elementos que mejor caracterizan el paisaje de estos pagos. Buceamos en la toponimia de Guara y nos encontramos que proviene del vocablo íbero de “Guar”, que significaría torrente. Así, Guar-a significaría los torrentes, ajustada y preclara nos resulta, desde luego, esta versión etimológica.
Toda montaña es, en esencia, una gran escultura en piedra, en la que la geología aporta los materiales, la orogenia moldea los volúmenes y el agua perfila, finalmente, los paisajes. Y la escultura resultante del Guara es soberbia, retadora e intrépida, tallada por los cuatro ríos principales que la atraviesan, el Alcanadre, el Guatizalema, el Vero y el Isuala, que cortaron la sierra de norte a sur con la tozudez maña y la fuerza erosiva de las escorrentías bravas de los Pirineos.
La Sierra de Guara se extiende a lo largo y ancho de varias comarcas, como la del Sobrarbe, Alto Gállego, Hoya de Huesca y Somontano. La ciudad de Aínsa, al norte, Alquézar – capital del barranquismo -, en su seno, y Barbastro, al sureste, delimitan el macizo prepirenaico o de las montañas exteriores, como gustan llamar ahora. La elevación más elevada es el Tozal de Guara o Pico de Guara de 2.077 metros de altitud. La sierra atesora, además de un enorme valor paisajístico y natural, valiosísimos ecosistemas. Los más singulares, los rupículas, sostenidos sobre las espectaculares paredes de sus barrancos. Pero, además de la naturaleza, Guara es también humanidad, pues fue habitada desde la más remota prehistoria. Por eso, queremos destacar la relevancia y singularidad del Parque Cultural del río Vero, por cuanto supone de protección y difusión de un importante patrimonio cultural, fruto de milenios de actividad humana. Y como muestra más antigua, sus más de sesenta abrigos con pinturas rupestres, en los que encontraremos un amplio muestrario de épocas y estilos, desde el naturalismo del paleolítico, pasando por el esquemático neolítico, hasta albergar excelentes muestras de arte levantino.
Tras una hora de camino en coche llegamos a un ensanchamiento de la carretera, donde comienza la vereda del Arpán. Allí nos reunimos los miembros de nuestra expedición a Fuente del Trucho: Javier Rey, Ignacio Clemente, Pilar Utrilla - catedrática de Prehistoria de la universidad de Zaragoza y gran conocedora de la cueva que visitaremos -, Mari Nieves Juste Arruga - gerente del Parque Cultural del río Vero -,Mari Cruz Sopena – doctora en historia y excelente dibujante, además –,Fernando Abadías, alcalde que fue de Colungo - en cuyo término municipal se encuentra la cueva – y con nuestro equipo habitual, acompañado en esta ocasión por el intrépido y sabio David Pérez.
Nos reagrupamos en dos todoterrenos que nos permitieron salvar las pendientes acusadas que encontramos para llegar hasta donde el camino finalizaba. A partir de ahí marcharíamos a pie hasta la cueva. Caminante, no hay camino, se hace camino al andar, que cantara el poeta. Pues eso. Descendimos por el barranco del Trucho o del Arpán, abrazados por una densa vegetación mediterránea que, a veces, nos hace perder la senda. Sabinas, enebros, boj y cornicabras, compiten por el suelo y la luz, tejiendo una compacta y sutil cubierta vegetal. Tendremos que caminar una media hora hasta llegar al yacimiento, ubicado en la cercanía de la confluencia del Arpán con el río Vero. A medida que avanzamos, el barranco se encajona. En las paredes laterales apreciamos numerosas cavernas y cuevas, algunas de las cuales presentan evidencias de ocupación prehistórica. De hecho, dejamos en un barranco lateral la famosa Cueva de Arpán, en cuyas paredes se encuentra dibujado un espléndido ciervo, uno de los iconos de la ruta del Vero.
Y, por fin, advertimos la boca de la cueva, suspendida en una pared vertical a pocos metros sobre el lecho del arroyo. A sus pies nace un manantial, la Fuente del Trucho, que da nombre a la cueva. Trucho significa agujero. Y la antesala de la cueva presenta un enorme trucho – con restos de puntos rojos a su alrededor - por el que el sol penetra en los equinoccios para protagonizar de nuevo el habitual prodigio astral de los tiempos prehistóricos, el de la iluminación ritual del elemento totémico. En este caso, un enorme oso, tallado sobre el suelo inclinado y perfectamente visible desde metros de distancia. El artista, combinó la técnica de talla y la del arranque de las costras, con el propio volumen natural de la roca, para esculpir un gran oso naturalista que parece hibernar. Tan perfecto resulta, que produce extrañeza. La talla no es demasiado conocida, ni siquiera reseñada en las publicaciones y artículos que, sin embargo, si se extienden en la cantidad y calidad de las pinturas interiores. Junto al gran oso se sitúan lo que parecen dos garras o huellas del plantígrado talladas en la roca, amén de otros grabados geométricos y de difícil interpretación. Pilar Utrilla considera que, por razones estilísticas y por coherencia con las cronologías de las pinturas datadas, el gran oso fue tallado en el gravetiense, hará unos 29.000 años. No comprendemos como una talla tan hermosa, tan descomunal, no es más citada y alababa nien la literatura científica ni en la divulgativa.
La covacha se configura en una única gran sala, de unos veinte metros de ancho y unos veinticuatro de profundidad. Por su fisonomía y por los motivos pictóricos que custodia – manos, caballos, alineaciones de puntos – nos recuerda a la Cueva de las Estrellas que tanto nos impresionó durante nuestra visita a la última selva europea en La Almoraima, la gran finca del Estrecho de Gibraltar. Las pinturas de la Cueva de la Fuente del Trucho fueron descubiertas y publicadas por vez primera en 1978 por investigadores de la Universidad de Zaragoza y del Museo de Huesca. Sorprende como una cueva con arte tan inmenso y solemne no fuera descubierta hasta fechas tan recientes. Su riquísimo patrimonio pictórico se encuentra datado entre los 31.000 y los 29.000 años de antigüedad y supone la mejor muestra de arte paleolítico de Aragón. Las figuras fueron recientemente datas por Uranio-Torio, como aún se aprecia por los rascados sobre las concreciones calcáreas depositadas sobre las pinturas datadas.
Preguntada Pilar Utrilla por los elementos a su parecer más característicos y singulares de la cueva, nos responde que las líneas de puntos y, desde luego, las manos. Y, desde luego, así nos lo parece. A simple vista se aprecian cincuenta y siete manos en negativo – muchas con los dedos incompletos -, tanto en rojo – la mayoría - como en negro – unas pocas e infantiles, además -. Pero, dado que parte de la cueva se encuentra bajo la tizne de las candelas de los pastores, pueden existir muchas más. De hecho, algunos científicos calculan que podrían llegar hasta la cifra increíble de las cien manos.
Si en el santuario exterior pudimos apreciar dos osos, un caballo y un cérvido, en el interior, además de la extraordinaria abundancia de manos, se visualizan nueve caballos, un cérvido, un cáprido, varios trilobulados – muy característicos, además, de la cueva -, diversas figuras geométricas y, sobre todo, extensas y nítidas alineaciones y series de puntos en rojo. Desde luego, son las manos y las líneas de puntos las que más tensión emocional aportan al conjunto. Y, ya lo dijimos antes, volvemos a recordar alas de la Cueva de las Estrellas, con sus manos, caballos y líneas de puntos, al modo de esquemáticos circuitos neuronales como los evocamos en aquella ocasión. En Fuente del Trucho, una de estas alineaciones, conformadas por varias líneas de puntos, une a dos figuras de caballos que se miran entre sí y que se encuentran separadas a unos cinco metros y medio. ¿Qué puede significar esa armónica unión? Pilar Utrilla nos proporciona una posible lectura, tan sugerente como poética. Dado que se ha encontrado abundante sílex procedente de la vertiente norte de los Pirineos, por una parte, y que las manos de Fuente del Trucho son muy similares a las de la cueva francesa de Gargás, Pilar considera que las familias que habitaron la cueva – o que, al menos, la dibujaron – procedían de la actual Francia. Para llegar hasta la Sierra de Guara tuvieron que superar la dura travesía de los Pirineos centrales, con la nieve eterna de sus picos. Esa exigente prueba dejó una huella indeleble en los protagonistas, que quisieron reflejarla, de alguna manera, en su nuevo santuario. De ahí que esa alineación de puntos bien pudiera representar un mapa del camino a través de la gran cordillera. Y como salida y llegada sendas figuras de caballos, el símbolo del clan en sus cuevas-santuario respectivas. Esta idea de la migración y de la relación entre las cuevas de las dos vertientes pirenaicas se refuerza con la representación de manos a las que le faltan trozos de dedos que, según esta interpretación, tendrían que haberse amputado tras congelarse durante la terrible travesía de las montañas.
Las representaciones rupestres de manos a las que le falta algún dedo - o trozo de dedo – son relativamente abundantes, como hemos podido comprobar en varias de las cuevas visitadas. ¿Por qué se plasmaban de esta manera? Existen diversas interpretaciones, de las que quisiéramos dejar constancia. Una primera, que la ausencia de dedos fuera fruto de una amputación ritual. Otra, que las amputaciones fueran accidentales – por ejemplo, en el caso de congelación – y que eso otorgara al individuo de una cierta preeminencia litúrgica digna de representación. Pero también existen arqueólogos que opinan que los dedos no tienen que estar necesariamente amputados, sino que podía estar simplemente flexionados, con el objeto de obtener una marca única, una especie DNI digital y de lenguaje de manos que identificaría a un clan. Quizás existan otras posibles interpretaciones que pudieran explicar aún mejor estas representaciones de manos “amputadas” que tanto nos conmueven y admiran.
Sabemos que se dibujaron tanto manos masculinas como femeninas – parece que, incluso, más abundantes – y, también, infantiles. Precisamente, uno de los paneles más hermosos de Fuente del Trucho lo componen unas manos infantiles en negativo y en color negro, a diferencia de las otras, que están en rojo. Sobre estas manos en negro se superponen una alineación de dos líneas de puntos rojos. ¿Qué significa esta composición tan evocadora como hermosa? No lo sabemos, pero su impronta, cercana a la de las cabezas de dos caballos contrapuestas, nos estremece, todavía en la penumbra de la covacha. Las manos dibujadas en negativo poseen una gran fuerza expresiva, una potencia inmanente que nos sacude y golpea. Nuestra alma aún escucha el grito a la eternidad que profirieron, hace más de veinte mil años, aquellos humanos que sobrevivieron a fríos, a hambrunas y a fieras. El eco de su identidad, de su voluntad de ser y de trascender, se hizo piedra en forma de estas manos ancestrales que conforman un universo simbólico, cuya razón no entendemos, pero cuyo grito percibimos miles de años después de ser proferido.
Estas pinturas, más allá del virtuosismo de su ejecución, precisan de una compleja preparación técnica del soporte, pues la costra calcárea superficial fue rebajada y retirada para que aflorara la superficie lisa y blanca que se ocultaba debajo. Sobre este lienzo de blancura prístina destacaron sus dibujos, realzados por el contraste de las pinturas con el blanco así como por el limpio perfilado de sus trazos y dibujos.
Nos cuesta abandonar la cueva de las manos y de los caminos de puntos. Sean mapas de rutas pirenaicas, abstracciones mentales, constelaciones astrales o delirios psicotrópicos, el caso es que constituyen un conjunto monumental de extraordinaria importancia. Cuando se acometan las tareas de limpieza muchas otras pinturas, hoy ocultas, volverán a ver la luz y darán sentido a la composición global que conforman sus figuras, líneas y puntos.
Debemos partir y nos despedimos con respeto del asombroso conjunto parietal. Al salir, con encontramos de nuevo con el gran oso hibernado, indiferente ante nuestro asombro y emociones. Allí seguirá, impertérrito, en su sueño milenario de trocha equinoccial.
Regresamos. Aún nos queda casi una hora de caminata para llegar hasta los todoterrenos, esta vez cuesta arriba. Volvemos a discurrir por las mismas sendas estrechas, bajo la misma cubierta de monte mediterráneo bajo la que caminarían aquellos cazadores recolectores, aquellos pioneros que, en las penumbras de la gran cueva, dibujaron sus sueños, sus ideales, sus temores y sus anhelos. Quién sabe si, también, el relato épico de la gran travesía fundacional que sus mayores realizaron entre cumbres y glaciares.
Llegamos hasta los vehículos. Y, entonces, Fernando, el alcalde, nos sorprendió con las viandas traídas para la ocasión y que bien agradecimos en aquel momento. Comprendimos entonces algunos de los motivos por los que unos llegan a alcaldes y otros se quedan en el intento. Y con nuestro sabroso yantar también comulgamos, de alguna manera, con el espíritu de la tierra, expresado en aquel queso recio bien curado y enlas chacinas que ansiosamente cortamos con navaja. La hogaza de pan, la cerveza, el vino de Somontano y el hambre que arrastrábamos, realzaron su sabor y el calor de su convivencia. Porque caminante somos y como humanidad, juntos caminamos. El camino es marcha, pero también es parada. Y, desde siempre, la bebida y la comida restablecieron las fuerzas del caminante y avivaron la precisa convivencia en esos instantes de descanso. Así fue esa tarde para nosotros y así lo serían tantas otras para los miles, para los millones de caminantes ancestrales que nos precedieron. Su camino tuvo una meta conseguida, el nosotros actual. Tomemos, pues, fuerza para continuar con nuestro camino hacia una humanidad futura, pendiente de nuestros aciertos y yerros.
Y mientras, la Fuente del Trucho quedará como testimonio rupestre de aquella gran travesía que un día remoto marcó para siempre a unos clanes que no conocemos, pero que, de alguna manera, aún viven en nosotros.
Manuel Pimentel Siles