¿Por qué se excava una necrópolis? Pues se excava porque se vive en esperanza. En esperanza de permanencia, de asentamiento, de procreación. ¿Por qué se clausura? Pues porque, con aroma de drama, hay que partir, marcharse para siempre del hogar secular. Luminoso lo primero, desgarrador lo segundo. Sentimientos humanos contradictorios ante la vida y la muerte que nos acompañaron en nuestro largo peregrinar y que humanizan el frío conocimientos científico de dataciones, estilos y materiales.
Regresamos a La Beleña, la necrópolis que mejor interpreta al neolítico tardío desde el libro abierto de sus sepulturas, excavadas sobre el 3.300 a.C. bajo las albarizas de un olivar cercano a Cabra, localidad histórica situada al sur de Córdoba. Impresionados en aquella primera visita, escribimos la crónica de “La necrópolis de La Beleña y la ciencia de la inmortalidad”, vigente para quién desee conocer los pormenores de la formidable excavación y de sus descubrimientos. Regresamos de nuevo, como decíamos. Comprobamos que una nueva sepultura, la 6, acaba de ser excavada, con un rico balance en materiales y conocimiento. Y con un bellísimo ídolo-placa en esquisto llamado a convertirse en el icono del yacimiento de La Beleña.
Conocemos la necrópolis, pero no los poblados en los que habitaron sus constructores en vida. Como en tantas otras ocasiones, parece que en aquellos tiempos megalíticos se prestó más atención a la muerte que a la vida. Así, quienes erigieron soberbios dólmenes o los que excavaban hipogeos monumentales, debieron morar en humildes cabañas. Palacios para los muertos, chozas para los vivos. Hoy, que todo lo volcamos hacia la más y mejor vida, apenas si reparamos en la muerte, en sus espacios y liturgias. Por eso, apartamos los cementerios mientras que, en aquellos tiempos antiquísimos, erigíamos costosísimas necrópolis para honrar a los ancestros fundacionales. Y si importante hubo de ser la decisión de inaugurar una nueva necrópolis, aún lo tuvo que ser en mayor medida la cruda necesidad de su clausura. La apertura significa esperanza; la clausura, desesperanza, melancolía y olvido. Y La Beleña nos susurra las esperanzas de su apertura y del drama desconocido de su cierre, perfectamente acotadas en el tiempo. Y es que nada tiene más vida que una necrópolis, por cuanto grito a la eternidad supone. Porque nada queda de aquellas familias que un día habitaron esos cerros, salvo el testimonio cierto y rico de su valiosa necrópolis, que ahora, gracias a los trabajos de los arqueólogos, descubrimos y conocemos. Y como nadie muere del todo mientras alguien le recuerda, la ciencia acaba de regalar la inmortalidad que el conocimiento confiere a los restos descubiertos.
En aquella primera visita, ya debatimos con sus investigadores, DodesCamalich y Dimas Martín, acerca de la diferencia sentida ante una necrópolis y un cementerio, aparentemente iguales entre sí, pero bien diferentes, en verdad. Y supimos entonces, y rememoramos ahora, que no resulta fácil, en verdad, distinguir entre ambas acepciones. Según la RAE, el cementerio es un terreno, generalmente cercado, destinado a enterrar cadáveres, mientras que la definición de la necrópolis se adorna al ser considerada como un cementerio de gran extensión en el que abundan los monumentos funerarios. Sinónimos, pues, tan sólo en apariencia, percibimos el océano de matices y significados que separa a ambos continentes-conceptos. Y queremos sondearlo, para conocer su profundidad. Comenzamos por la propia sonoridad arcaizante de la palabra necrópolis que directamente nos remite a ciudad, como si los muertos no yacieran en ella, sino que la habitaran. O sea, que mientras que el cementerio es el lugar en el que se entierran los cadáveres, la necrópolis es la ciudad en la que habitan los muertos. Y a través de esta bellísima paradoja comenzamos a comprender.
Los cementerios se erigen en las afueras de las ciudades mientras que las necrópolis se enclavan en el corazón mismo de los pueblos que las erigen y veneran. Los vivos parecen apartar a los muertos en los cementerios, para, en contra, convivir con ellos, de alguna manera, en las necrópolis. Bécquer bien pudo cantar aquello de “qué solos se quedan los muertos” frente a un cementerio burgués del XIX, cuando la vida bulliciosa rehuía, ya, de los camposantos, relegados al papel de tétricos escenarios de terror gótico.
La Beleña, excavada con un diseño monumental y con gran esfuerzo y destreza, es una necrópolis ancestral, de cuando el neolítico se disponía a abrirse al metal que todo lo revolucionaría. Así, su necrópolis se abriría en el 3.300 a.C. para clausurarse sobre el 2.900 a.C. Los arqueólogos estiman una vida de la necrópolis de unos 350 años, bien datados por el Carbono 14 sobre multitud de restos. Y parece que, más o menos, todas las sepulturas-hipogeos estuvieron abiertas y en carga sepulcral durante todo el periodo. Quiere esto decir que una comunidad que desconocemos decidió hace más de 5.000 años, la apertura de una necrópolis, con una docena de tumbas monumentales, de tipología clásica, esto es, un pequeño corredor con dintel de entrada que daba paso a una única cámara abovedada, en la que se enterraban respetuosamente a los ancestros a los que se debía la vida y el conocimiento. ¿Quiénes fueron aquellos remotos arquitectos? Gracias a la arqueología y a la antropología sabemos ya mucho acerca de ellos, de cómo eran y de cómo vivían. Jonathan Santana, antropólogo, afirma que eran de estaturas medianas, entre 1,55 y 1,75, sanos y robustos, y con escasas señales de violencia. No fueron tiempos, pues, de guerras ni de contiendas entre clanes vecinos. Al parecer, y a eso nos remite la epigenética de su dentición, los grupos familiares se enterraban agrupados por tumbas, aunque este extremo aún habrá de confirmarlo el análisis en curso del ADN de los antiguos moradores.
También sabemos, gracias al análisis de los isótopos estables, que su alimentación era típicamente mediterránea, con vegetales, cereales y carne. Sin embargo, el escaso desgaste de sus esmaltes dentales nos sugiere un uso limitado de harinas de cereal, siempre contaminadas por el polvillo de los molinos de piedra que lija los dientes. Esta aparente contradicción podría apuntar, quién sabe, a una dieta guisada que incluyera al cereal. La ausencia de molinos podría avalar esta hipótesis, así como la práctica inexistencia de caries, al nivel de la que suelen presentar, habitualmente, las poblaciones de cazadores-recolectores.
Dimas Martín, a través del análisis de los materiales encontrados, también nos ayuda a comprender el cómo vivían. Sabemos que era una comunidad de posibles, relativamente rica, con excedentes suficientes para comerciar con mercancías lejanas y prestigiosas, como lo demuestra la placa de marfil africana ricamente decorada, los sílex de Loja y de Níjar en Almería o, sobre todo, el ídolo-placa descubierto en la Sepultura 6 en la presente campaña y que se ha convertido por mérito propio en la estrella de la necrópolis. Se trata de una perfecta talla sobre esquisto, con dos orificios en su parte superior y una decoración geométrica en líneas zigzag, muy similar a los encontrados en monumentos megalíticos portugueses, lo que nos confirma la existencia de un gran espacio cultural y comercial que abarcaría, al menos, todo el sur de la península Ibérica. O sea, que eran ricos y estaban abiertos a las rutas del comercio. También los sabemos preocupados por las apariencias y por el ornato personal, como lo demuestra el colgante de cristal de roca, los collares hilvanados con cuentas minúsculas o el engarzado sobre conchas dentalium, encajadas entre sí gracias una obra de fina orfebrería prehistórica. El uso de puntas triangulares, similares a puntas de flecha, pero sin pedúnculo ni señales de uso, se asocian a cuestiones litúrgicas y de prestigio.
La arqueología nos permite conocer, también, cómo enterraban a sus muertos, a los que otorgaban gran preeminencia y respeto, vista la desproporción entre los recursos destinados a la morada sepulcral de los ancestros frente a las modestas habitaciones de los vivos. Javier Rodríguez Santos nos explica los diversos tipos de enterramientos, primarios y secundarios, en los que se encuentran proporciones similares de mujeres y de hombres, pero ningún niño de menos de cinco años. Los infantes, al parecer, recibirían otro tipo de sepultura, quién sabe si enterrados bajo el suelo de la morada familiar. Pía Frade y Amparo Caballero se afanan en las tareas de restauración y conservación de los restos humanos, como si de una postrera muestra de respeto a los antiguos se tratara. Pero, además de todo ello, Javier nos insiste en una idea fundamental. En todas las sepulturas se encuentran menos cráneos que individuos fueron enterrados, según contabilizan los restos descubiertos. Quiere esto decir que alguien, en algún momento de la vida o de la clausura de la necrópolis, los retiró por algún motivo que ignoramos por completo.
Y cuando dentro de la sepultura 6 nos cuentan, de manera fría y científica, que la tumba fue sistemáticamente clausurada con una cobertura de tierra roja que aún apreciamos en sus paredes, percibimos el punzante dolor del drama. ¿Por qué fue clausurada?La arqueología, que tanto nos enseña, se muestra incapaz de iluminar la oscuridad de su inquietante final. Conocemos mucho de ellos, pero lo que no sabemos, ni quizás nunca podamos saber, es el porqué decidieron clausurarla, por qué se fueron, por qué tuvieron que emigrar del paraje que los había acogido durante siglos. ¿Por guerras, por invasiones, por sequías, por catástrofes naturales, por miedos, por simple traslado a una mejor ubicación? No lo sabemos, tenemos que repetirnos. La arqueología que tanto nos permite conocer de la vida de aquellos remotos pobladores del neolítico se muestra incapaz de desvelar los motivos de la clausura de su camposanto,los secretos de su emigración, los porqués del abandono de los venerados restos de los ancestros, las razones de la huida. No lo sabemos, como tampoco podemos ni imaginarnos siquiera los sentimientos que los embargarían cuando entraron por vez última a la morada eterna de sus ancestros, para retirar, quizás, algunos objetos de valor y llevarse, también, de paso, algunos cráneos como compañeros fundacionales para su nuevo peregrinar. ¿Qué sentirían al tener que abandonar a los antepasados con los que habían convivido desde tiempo inmemorial?
Los dos momentos más trascendentes en la vida de una necrópolis, sin duda alguna, son los de su apertura y los de su clausura. El primero, el del inicio, se asocia a la promesa, a la expectativa cierta de asentamiento próspero en un lugar determinado. Demuestra seguridad, confianza, bonanza en el horizonte. Unas familias saben que sus hijos crecerán en un territorio en el que convivirán, con respeto y cariño con sus ancestros. La inauguración de una necrópolis encierra una promesa de eternidad. Los vivos juntos a sus muertos dignificados para el jamás de los jamases. Pero la historia se escribe con líneas azarosas y siempre llega un día en el que todo termina. Toca marcharse, emigrar de la patria, abandonar a sus muertos, perder parte de la propia identidad. Pero, a pesar del temor y del dolor que les invade, dedican tiempo y energía en clausurar las sepulturas, para que ni el tiempo, ni los animales ni los hombres las profanen nunca jamás.
Y, así, durante casi cinco mil años, aquellos ancestros quedaron abandonados en la soledad oscura y húmeda de sus hipogeos, olvidados para siempre del recuerdo humano. Durante cinco mil años fueron nada. Y ahora, gracias a la arqueología, emergen para el recuerdo de los hombres, testigos como somos, del renacer de sus historias. Así, la ciencia oficia el rito de desagravio reparador ante el cruel abandono infringido por sus propios familiares y que aquellas personas del neolítico, sensibles e inteligentes,jamás lograron comprender desde la melancolía solemne de su necrópolis profanada.
Manuel Pimentel Siles