La Sierra Mágina, enclavada en el corazón de Jaén, además de hermosa e imponente, es mágica. O, al menos, así lo creen muchos de sus ciudadanos y visitantes, admirados por los sucesos históricos y extraños que allí acontecieron durante el lento transcurrir de los siglos, desde las famosas caras de Belmez de la Moraleda, hasta los dos castillos de Bedmar, pasando por las leyendas de la Fuenmayor de Torres o lo acontecido en el pueblo de nombre tan iniciático como el de Cabra del Santo Cristo. Pues hacia Bedmar nos dirigimos con una doble intención. Por la tarde, pronunciar una conferencia en la inauguración del III CAMPUS INTERNACIONAL DE ARQUEOLOGÍA BEDMAR PREHISTÓRICO, para, a continuación, presentar nuestro libro de ARQUEOMANÍA, HISTORIAS DE LA ARQUEOLOGÍA. El evento transcurrió a la perfección, con un público atento que rebosaba la sala y unas autoridades que, a pesar de su diverso signo político, se mostraron aunadas, todas ellas, en el apoyo a la investigación arqueológica y a la difusión cultural. Toda una lección de concordia en estos tiempos alborotados de desacuerdos y grima.
La segunda razón de nuestra presencia era la de conocer y grabar la cueva que se excavaría a lo largo de este III Campus, abierta sobre el nacimiento del río Cuadros, un paisaje formidable en el que se enclava el Santuario de la Virgen de Cuadros, donde nos hospedaríamos.
En las campañas de los dos Campus precedentes se trabajó en el seno de dos de las muchas cuevas que alberga el municipio y los resultados fueron, sencillamente, espectaculares. En la cueva de la Serrezuela se encontraron más de 600 piezas líticas musterienses, propia de los neandertales. Y, en la grandiosa cueva del Portillo, resultaron catalogadas más de dos mil quinientas piezas talladas desde el neolítico hasta el magdaleniense, hará unos catorce mil años. Además de abundante industria lítica – dedicada sobre todo a la caza de la cabra montés, abundante ayer y hoy en la zona – y de hogares que calentaron a aquellos remotos cazadores-recolectores, destacaron dos collares de conchas, uno de ellos prácticamente completo. En esta campaña, como decíamos, se disponían a excavar en una nueva cavidad y uno de los lugares míticos de sierra Mágina, la conocida como Cueva del nacimiento del río Cuadros. Los arqueólogos ya habían programado la campaña de excavación, que prometía proporcionar grandes alegrías para la ciencia y para el conocimiento de nuestra prehistoria. ¿Qué se encontraría en su interior– nos preguntamos -, qué misterios atesoraría?
Tras la cena, nos dirigimos hasta la hospedería. Atrás quedaba ya la apertura oficial del III Campus, que acogería durante las próximas semanas a estudiantes, arqueólogos y científicos de varios países del mundo, dispuestos a excavar por la mañana para trabajar por la tarde en la limpieza, conservación y catalogación de las piezas encontradas. Serían días intensos para los participantes, que nunca podrán olvidar ni a esas sierras ni a su gente. Felicitamos entonces y volvemos a felicitar ahora a Paleomágina, al ayuntamiento de Bedmar, a la diputación de Jaén, a la UNIA y al IPEH por impulsar y posibilitar esta loable iniciativa, dirigida por Marco Antonio Bernal y financiado por la Caja Rural. El silencio de la sierra acunó nuestro sueño profundo y reparador.
Amanecía cuando escribimos estas líneas. El alba voceaba un sol tímido que aún tardaría en romper sobre la línea de montañas que nos abrazaban. Sin duda, Sierra Mágina es una de las más hermosas y desconocidas de entre las muchas sierras bellas y luminosas de la Alta Andalucía. En un rato, subiríamos hasta la cueva del nacimiento del río Cuadros, donde grabaríamos el inicio de las excavaciones arqueológicas que tantas expectativas levantaba en nuestra ilusión y ánimos.
Desayunamos al fresco de la primera mañana, pared con pared con el Santuario. El río Cuadros murmuraba, incansable, su cántico saltarín de corrientes y adelfas en flor. Sin duda alguna, nos encontrábamos en uno de esos lugares privilegiados por la naturaleza y la historia, abrazados por montañas bellísimas y manantiales vivificadores, reverenciado durante milenios por mujeres y hombres de épocas distintas y credos diversos, tan diferentes en sus culturas como parecidos en sus adentros. Y es que los lugares considerados como sagrados son muy tenaces en el tiempo. Así, las actuales ermitas y santuarios se encuentran, con frecuencia, sobre lugares venerados desde la más remota antigüedad. Lo que hoy es templo cristiano, lo fue en el pasado musulmán, y, hace dos mil años, romano; íbero con anterioridad y neolítico o paleolítico, quién sabe, en aquellas profundidades del tiempo en las que aún dibujábamos creencias y mitos fundacionales sobre las paredes de las cavernas tenebrosas. Sí, los lugares sagrados son tenaces y nos disponíamos a comprobarlo, una vez más, en la cueva que visitaríamos.
Nos encontrábamos en un lugar relativamente concurrido, junto a la ermita de la virgen de Cuadros, abrazados por rocas y manantiales y coronados por la esbelta atalaya nazarí. Sobre el río se extiende, como serpiente silbante, un adelfal extenso y de gran porte. Recorrer sus penumbras es un canto en flor a la madre naturaleza que tan pródiga se muestra en esta esquina de Sierra Mágina. Sobre nosotros, imponente, un cortado en el que anida el águila real, la señora de los cielos hispanos. Desde sus riscos imposibles observaría, indiferente, como ascendimos por una senda frecuentada por caminantes y turistas. El paisaje del valle cerrado por las altas cumbres bien que merecía la pena el esfuerzo.
Hicimos una primera parada para grabar el lavadero donde cribarían la tierra extraída de la cueva, para así separar los diversos materiales que aún pudiera albergar, desde pequeñas lascas de piedra hasta minúsculos huesecillos, que suelen arrojar valiosísima información.
Desde allí ascendimos durante un par minutos hasta una covacha, apenas si algo más profunda que un abrigo, que se abrió a nuestra derecha, al pie mismo de la senda. Sus techos aparecían tiznados por las candelas de los antiguos pastores que subieron, durante muchos, siglos sus rebaños hacia los pastos frescos de las alturas. ¿En esa cavidad se encontraba el yacimiento que tanto prometía? Una cueva, al mismo pie de una senda concurrida, ¿podía, en verdad, custodiar algún secreto valioso? Pues, sí, y bien que lo atesoraba. Nada más ni nada menos que una necrópolis prehistórica, sellada miles de años atrás. Nadie, desde entonces, había vuelto a profanar la oscuridad silente de la cueva de los muertos. ¿Neolíticos? ¿Calcolíticos? ¿Del bronce? Todavía, de tan nuevo, el descubrimiento, por aquel entonces ni se había excavado, ni estudiado, ni, mucho menos, datado. Y, es que a veces, estos prodigios ocurren y, donde menos se espera, salta el descubrimiento inesperado. En este caso fue una corriente de aire, procedente de uno de los laterales de la cueva, la que alertó a los arqueólogos de Paleomágina, que pidieron el apoyo a los espeleólogos que, con diligencia, retiraron las piedras y la tierra que tapaba un entrante del fondo. Todavía no lo sabían, pero estaban removiendo el sellado en piedra con el que alguien, miles de años atrás, cerrara por completo la cueva, aislándola del exterior y de la memoria de los sucesivos pueblos que habitaron estos lugares.
Bajaríamos a la cueva con los arqueólogos, José María Hidalgo Molina, Rafael Bermúdez Cano, Daniel Nieva Sanz y Miguel Ángel Yanes Puga. Le preguntamos ante la cámara sobre el qué fue lo que sintieron al penetrar por vez primera en aquella necrópolis precintada, respondieron al unísono, “¡Una honda emoción!”. La entrada era realmente angosta. Prácticamente aprisionados entre suelo y techo descendemos como podemos al interior de la cavidad recién descubierta. A nuestra derecha, en una pequeña capilla, nos da la bienvenida un cráneo en perfecto estado de conservación, probablemente de una mujer. Deben de existir muchos más ocultos bajo los sedimentos y las piedras removidas por las sucesivas riadas e inundaciones que se advierten en los perfiles. Cuando logramos enderezarnos, la momia de una gineta o de un animal parecido nos aguarda con su rigidez de cartón-piedra y su sonrisa de dientes afilados. Nos hacemos las fotos de rigor y, emocionados y respetuosos, comenzamos nuestra andadura por la cueva-necrópolis. Nos llaman la atención algunos muretes y estructuras antrópicas cuya función y antigüedad los arqueólogos habrán de desentrañar. Los estrechamientos y laminadores se repiten mientras avanzamos reptando, en ocasiones, en cuclillas, en otras, y caminando de pie, en pocas. Algunas salas aparecen bellamente adornadas por esbeltas estalactitas y estalagmitas, y capillas laterales con prometedores sedimentos. Todo apunta a que los arqueólogos tendrán trabajo por décadas hasta desvelar al completo los secretos de la cavidad. Los espeleólogos nos señalan una columna con evidentes trazos en ocre, en un extraño lenguaje que no logramos descifrar. Seguro que en algún panel todavía no localizado de la cueva – aún queda mucho por explorar – aguardan pacientes más pinturas y quién sabe si grabados rupestres para mostrarse a la mirada humana ausente durante miles de años. Al fin y al cabo, para eso fueron dibujadas, para dejar un mensaje a la eternidad de los humanos que ese día nos tocó encarnar.
Algunos tramos quedan encajonados entre la costra partida del suelo, a veces, recubierta de fina arena por la que es un placer deslizarse, sobre todo después de venir de gatear sobre piedras y costras.
Continuamos nuestro descenso hasta salas y corredores situados prácticamente al nivel del río. El suelo se convierte, progresivamente, en una fértil alfombra de restos arqueológicos. Destacan grandes trozos de cerámica, diversos huesos humanos y un fémur muy bien conservado y en posición vertical que se encuentra cimentado por concreción calcárea en su base, testigo pétreo de su antigüedad. Decidimos no avanzar, para no pisar ni deteriorar estos ricos suelos y comenzamos nuestro regreso a la superficie. La gatera final se nos hace aún más estrecha y angosta, pero reptando como podemos logramos ascender hasta la sala de entrada, no sin antes despedirnos respetuosamente del cráneo-guardián de la entrada.
Ya estamos en la superficie y en pleno siglo XXI, después de haber descendido en el tiempo hasta aquellos tiempos remotos en los que practicábamos las inhumaciones en la oscuridad sagrada de cuevas y cavernas. Jadeando por el esfuerzo, con arañazos en todo el cuerpo que no sentimos por la adrenalina disparada, nos mostramos las fotos tomadas durante el descenso y que quedarán como recuerdo de una experiencia que jamás podremos olvidar.
Desde un lugar sagrado del ayer hasta el lugar sagrado del hoy, nos dirigimos hacia la hospedería, donde nos duchamos. Hemos quedado a almorzar con los estudiantes del Campus en el comedor de su residencia. Pero antes entramos en el santuario para visitar a la Virgen de Cuadros, señora y reina del lugar para la devoción popular.
Hemos conocido, bajo el foco de nuestras linternas, las muchas interrogantes que la cueva plantea. Le toca ahora a la ciencia y a la arqueología resolverlos bajo la luz de la razón. Y nosotros, ojalá, podamos volver para contarlo.
Manuel Pimentel Siles.