Es la que te susurra una voz durmiente al visitar el majestuoso Dolmen de Menga, o la que brota al vislumbrar el antropomorfo de la Peña – otrora Indio, ahora Mujer Dormida – que humaniza la mirada a la Vega de Antequera; también es la que se respira al deambular por el laberinto del Torcal – gigantes encerrados en la roca porque miraron el cielo en noche de cometas – como las noches de este verano del Neowise, ese cuerpo celeste que en lejanos días contemplaron los pobladores neolíticos de este triángulo de la Prehistoria que es Antequera. Un triángulo equilátero en el que Menga, La Peña y la Cueva del Toro son los vértices que hay que unir para descifrar el mapa del tesoro.
Era verano, hacía calor y Carmen y yo – acompañados por el fiel Pancho – decidimos abandonar nuestra habitual orilla del mar para ascender hasta el Centro de Visitantes de El Torcal de Antequera. El objetivo – amén del fresco de la montaña – era pasear por tan peculiar paisaje y localizar en el firmamento el famoso cometa del que todos hablaban.
Al principio, mientras anochecía, alguna cabra montés y varias rapaces pasaron por delante de nuestros ojos, abiertos como los ojos de los niños que van de excursión, y sentimos el abrazo del paraje. Un paraje – que como todos los parajes – tiene alma, carácter y secretos del corazón. La noche cayó en suave danza, despojando al cielo de los velos de la claridad, hasta que todo fue oscuridad y brillo de un millón de estrellas refulgentes. Y entre todas, el cometa Neowise con su enhiesta obcecación.
La geología, el aspecto tan extraordinario que tiene esta montaña, unido a la existencia de cavidades, fueron suficiente razón para ser poblada desde hace miles de años. Nosotros, mientras paseábamos, nos pusimos a recordar nuestra visita a la Cueva del Toro.
Cuento todo esto porque a día de hoy, un equipo de arqueólogos liderado por Leonardo García Sanjuán, está siguiendo los pasos de aquellos viejos pobladores neolíticos de Antequera. Pronto, muy pronto, vamos a estar con ellos. Se plantea la hipótesis de que los constructores de Menga fueran en realidad los pobladores del Torcal. Gentes que quizá erigieron un santuario megalítico a los pies de Matacabras, en el gaznate del Indio, antes, sólo un poco antes, de instalarse en la llanura.
Quizás la causa de estos cambios fue la gran conmoción que produjeron estruendosos seísmos. Cada vez queda menos para confirmarlo. Leo, Dimas, Jonathan, Dodes o Bartolomé llevan años tratando de escudriñar las razones del nacimiento de este imperio neolítico.
Hoy en día siempre pensamos que las gentes del pasado eran más sensibles hacia el mundo que los rodeaba, de lo que somos ahora. Pero yo creo que conservamos la capacidad de sentir la gran conmoción.
Manuel Navarro