Últimamente los paradigmas caen más deprisa que los entrenadores de primera división. La investigación arqueológica se acelera y la tierra ofrece perspectivas nunca contempladas. Los últimos hallazgos en Osuna (Urso) pueden ser una de esas revoluciones arqueológicas, un gran tema de discusión en cenáculos de profesionales y revistas del gremio.
La pandemia ha terminado, o casi. En Sevilla no hay brotes verdes, hay manojitos de azahar. La brisa de la noche es templada; es un aire de romance, una esencia, un toque de almíbar. Después de charlar con egresados de la Universidad Pablo de Olavide me siento en la Cervecería Giralda, en Mateos Gago. He quedado allí con un viejo amigo: Juan Manuel Cortés Copete, un sabio con mil títulos y muchos más matices. El ambiente está muy animado y paso unos minutos pensando en esta generación de recién licenciados que van de cabeza a un mundo que es un Leviatán con las fauces abiertas. Carne para ser mancillada o madera de héroes, no veo término medio.
Esa misma tarde me entero del fallecimiento de Carlos Amigo Vallejo. Al pasar por delante de “Palacio” rememoro una entrevista al entonces Arzobispo en su despacho, hace ya dos décadas. Y recuerdo cuando aceptó dar una conferencia en la exposición que montamos en la Sala de Chicarreros sobre los manuscritos de los Kati de Tombuctú. Yo le había propuesto que diera una charla “al alimón” con Jerónimo Páez. Finalmente, cada uno vino por su lado y presenciamos dos intervenciones brillantes, en vez de una. En la de Carlos Amigo, que acababa de ser elevado a la púrpura cardenalicia, hubo frases brillantes: “El Corán es la Casa del Pobre”; o el comienzo de su disertación: “En el nombre de Alá, el Clemente, el Misericordioso”. Habló como antiguo Obispo de Tánger, habló con el corazón, que es el idioma que todo el mundo comprende. No quiero caer en la nostalgia, pero aquella Sevilla de hace veinte años era otro mundo. Bueno, el mundo era otro.
En la Cervecería Giralda se ven las pinturas del viejo hammán almohade. Copete me dice: “Esa bóveda de gajos es adrianea”. Y pienso en las grandes ideas que sobreviven al paso de los siglos. Y atisbo las grandes cubiertas de Tívoli. Adriano reinó y edificó durante el siglo II de nuestra era. Los almohades llegaron a las murallas de la vieja Híspalis, entonces Isbiliya, depués del año1200. Pero es que el mundo clásico no había desaparecido, si acaso, se había adaptado, disfrazándose.
Por la mañana salgo desde un famoso hotel sevillano rumbo a Osuna. He quedado con Juan Antonio Pérez Rengel y Mario Delgado, ambos arqueólogos. El primero es el arqueólogo municipal de Osuna. Ser arqueólogo municipal en Osuna, Carmona, Écija o Antequera es como ser un príncipe de la Iglesia. Sabes que bajo tus pies está todo el meollo. No hay piquetazo en el suelo que no traiga un buen dolor de cabeza… Dicho en el buen sentido, claro.
Cuando dejo Sevilla atrás y entro en el campo andaluz el verde es intenso. Ha llovido. Mi abuela decía que “abril hace el campo”. Eso recuerda mi madre, porque yo no la conocí. Y lo decía porque llueve un rato y sale el sol. Entonces el trigo crece. También crecen un millón de flores, aunque predomina el verde. Hay casi 100 kilómetros a Osuna y me deleito en cada uno. Al menos hasta que sintonizo la radio y oigo que Juan Diego acaba de morir. Estamos siempre muriendo hasta que llega el día; y no nos damos cuenta.
Luego, al entrar en la vieja ciudad de Osuna, me inundan el barroco del Pósito y el blanco de sus calles señoriales. Es la Andalucía infantiana, la plasmación del Ideal.
Subo hasta la zona monumental y pongo la proa hacia al teatro romano. Allí me espera Rengel. Cuando aparco compruebo la dimensión de la necrópolis. Es un lugar singular: su ubicación ya lo delata. Desde allí se ven la Colegiata y la campiña que “se abre en abanico” en palabras de Pérez Rengel. El teatro romano está al hilo de la linde; la cantera, llamada Petra por los naturales, se aprecia con claridad bajo un sol delicado. El emplazamiento fue elegido por los constructores de esta necrópolis del siglo V o IV antes de Cristo para que unos nobles, militares o políticos, esperaran la eternidad con vistas.
Hemos trabajado en muchos yacimientos arqueológicos, centenares. Y éste va a ser problemático en su interpretación. Carece de paralelismos cercanos. En primer lugar, el hecho de que la historiografía haya reservado estos territorios para el mundo turdetano ya complica las cosas. Una necrópolis claramente cartaginesa – por las estructuras y sobre todo por los materiales encontrados en las tumbas – no debería estar aquí. Se supone que estos grupos poblaban el litoral, pero no el interior. El centro de la actual Andalucía había quedado al margen de los púnicos, al menos en cronologías tan antiguas.
Quizá estemos ante un ejercicio de estilo, ante una moda local que pretende imitar un modelo de prestigio. O no, o va a resultar que los cartagineses y su cultura, se establecieron en una plaza tan importante y singular como Osuna mucho antes de lo esperado. Al fin y al cabo, fenicios había en Camas, aunque por entonces aquello era Cayo Largo.
La tipología arquitectónica de las grandes tumbas es dispar. Hay una cuya escalera me ha recordado al gran hipogeo de Puente de Noy en Almuñécar, aunque en este caso no hay una estancia, una cueva pequeña como en la necrópolis de la Costa Tropical.
Algunas de las tumbas muestran lo que bien podría ser el arranque de una cubierta abovedada. Se han excavado muchas ánforas púnicas y algún marfil, incluso una punta de flecha. Pero sin duda, lo más llamativo es un recinto que parece más ritual que funerario. Un espacio con canalizaciones y una pila de dimensiones modestas en su centro. La relación del agua con la muerte asoma en el horizonte y alimenta la especulación.
En ocasiones tenemos que ver el resultado para poder inferir las causas. Las ocho tumbas de la necrópolis habían sido rellenadas por una calcarenita a finales de la Segunda Guerra Púnica o algo después. Está claro que Roma no dejó piedra sobre piedra, que la damnatio fue total. Eso explica muchas cosas, comenzando por la pérdida de la memoria cartaginesa.
Su enemigo, Roma, a la postre victorioso, borró cualquier impronta. Esa era para ellos la victoria final. Un triunfo que no ha sido completo, aunque haya durado más de 20 siglos. Cualquiera firmaría una hegemonía de ese cariz.
Manuel Navarro