Una mañana, hace mucho, mucho tiempo, un hombre buscaba setas tras los fuertes chubascos de los atardeceres previos. Se puso en marcha con las claras del día y asistió a un amanecer de atmósfera tenue, entre el gorjeo y los trinos de coloridas aves; inquietos pájaros del corazón. Estaba en el fondo de un valle apacible en el alma de la Castilla Alpina: recolectaba hongos por la ribera del Lozoya. Ese hombre, era Enrique Baquedano.
El mero hecho de extraer boletus y otros manjares micológicos de la misma tierra ya era suficiente premio, pero hay días que uno persigue pequeños placeres y la vida le da encargos. Enrique, mientras disfrutaba, no podía sospechar que iba a descubrir los yacimientos del Calvero de la Higuera.
Sí, sí, es verdad que ya existía alguna noticia previa pero fue Enrique quien trajo los yacimientos de Pinilla del Valle hasta el presente. Las aguas – tan transparentes como los cielos – del Lozoya, que ve la luz en Peñalara, fueron testigo y unción para el nuevo yacimiento, que de nombre tuvo "Valle" y de apellido "De los neandertales".
Todavía no estaba el lío montado, pero no pasaría demasiado tiempo.
En nuestros días, tenemos la suerte de asistir al descubrimiento de “cosas maravillosas”. Gozamos del inmenso privilegio de contemplar como los grandes enigmas arqueológicos y evolutivos van despejándose en ecuaciones de tierra y hueso. Un tafónomo y un paleoantropólogo pueden decirnos más de nosotros mismos que cualquiera. La HISTORIA de esta especie, lo que llamamos coloquialmente la Historia de la Humanidad, se escribe en cuevas, paleo orillas y laboratorios portátiles durante las largas tardes del verano, tras arrebatadoras jornadas de excavación.
Sólo los que se dejan la piel, la misma salud, bajo el sol inclemente de las cimas o los valles del estío, sólo ellos, tienen en sus manos la pluma que escribirá nuestro relato definitivo. Que será científico, o no será. Hay que huir aceleradamente de las patrañas, por tentadoras que puedan resultar.
Es por eso que Baquedano y Arsuaga, junto a todo su magnífico equipo, están cuidando hasta extremos que superan el escrúpulo y el detalle más exquisito, la documentación fehaciente de un hecho que ellos entienden cuasi irrefutable: los grandes cazadores neandertales del Valle de Pinilla acumularon sistemáticamente y por una razón que no puede más que ser especulativa a día de hoy, una disparatada colección de enormes cráneos de machos de grandes herbívoros.
Los indiscutibles señores del valle eran los neandertales; los mejores rastreadores, los más astutos, los cazadores más eficientes. Ocupaban la cúspide de la cadena trófica, lo que quiere decir que eran la especie más fuerte, la que podía comer de las demás. Para ellos una cacería era un acto de supervivencia elemental. En este ambiente, un macho superior de uro, bisonte o venado, era – amén de un formidable rival, de una victoria simbólica – una fuente fundamental de alimento para el grupo. Ahora, ¿qué llevó a los neandertales de Pinilla a acumular estos grandes trofeos de caza en un mismo lugar? ¿Asociaban los cráneos a tótems? ¿Era una fuente de prestigio? ¿Un acto de magia simpática para conservar el coto?
Poco a poco se van aclarando las dudas. Poco a poco, gracias al trabajo de Belén, de Lucía, de César, de Ana, de Marina y de tantos y tantos buenos científicos que aportan lo mejor de sí mismos a una maquinaria perfectamente engrasada y coordinada desde el Museo Arqueológico Regional de la Comunidad de Madrid.
Hemos visto muchos yacimientos, muchas excavaciones. La de Pinilla tiene – además de mucha ciencia y esfuerzo – duende, ángel, gracia y por supuesto “Buena pinta”. La empatía es un motor evolutivo; el respeto y la colaboración, su combustible.
En este verano de pandemia, estos días en Pinilla nos ha oxigenado en todos los sentidos. Creo que no me equivoco si hablo por boca de todo el equipo de Arqueomanía. Esta noche estoy seguro que soñaré con uros, sapos, petirrojos, buitres y quizás, sólo quizás, en mi sueño emerjan desde la oscuridad azabache unos ojos neandertales, tan humanos como los míos, mirándome desde algún recóndito cajón de mi cerebro o vaya usted a saber desde dónde.
Manuel Navarro