Los autores del artículo Early science and colossal stone engineering in Menga, a Neolithic dolmen (Antequera, Spain) publicado hoy en Science Advances consideran que los arquitectos y constructores del Dolmen de Menga poseían una amplia gama de conocimientos científicos y tecnológicos que aplicaron – de manera interdisciplinar – en el diseño y la realización de este gran icono de la prehistoria, Patrimonio Mundial de la UNESCO.
Un edificio fabricado con ortostatos de miles de kilos de peso y de una altura de varios metros, requería una gran planificación y un dominio profundo en matemáticas y física aplicada. Estamos ante una gran obra de ingeniería, no ante un mecanismo de ensayo y error, que por otra parte hubiera resultado disparatado, dado el volumen de piedra manejado y la distancia recorrida. Eso no excluye la posibilidad, todavía no demostrada por pruebas arqueológicas, de que los ingenieros del neolítico – lo mismo que los romanos de la Escuela de Ostia Antica – tuvieran laboratorios tecnológicos en los que trabajaran con modelos a escala.
Los constructores de Menga eran buenos conocedores de la astronomía, según los autores del artículo, entre los que se encuentran José Antonio Lozano (autor principal), Leonardo García Sanjuán y Raquel Montero Artús.
Lo que proponen los autores, además de una explicación pormenorizada del proceso de edificación del dolmen, es un cambio de paradigma sobre la percepción que desde el presente tenemos de la realidad científica y tecnológica de los grupos del neolítico. Diversas publicaciones de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX han condicionado nuestra mirada sobre las personas de la prehistoria. La reducción a salvajes, ágrafos y bárbaros ha impedido que se analizara su producción técnica y cultural con la debida objetividad. Pero las evidencias obtenidas en excavaciones, pruebas arqueométricas, arqueología experimental y etnoarqueología han cambiado las perspectivas.
Ayer mismo tuve la oportunidad de hablar primero con Lozano y después con García Sanjuán. Por la mañana José Antonio Lozano tuvo a bien explicarme detalladamente todos los detalles de su teoría. Con el profesor García Sanjuán, viejo amigo y colaborador de Arqueomanía, la conversación se movió más por los marcos teóricos y los cambios de paradigma que se van a incorporar paulatinamente a las investigaciones prehistóricas.
De Lozano, a quien ya conocía desde hace unos años – nos dio una verdadera clase magistral sobre talla de puntas de flecha calcolíticas y sobre técnicas metalúrgicas aplicadas al cristal de roca – puedo decir que ha estado una década – o casi – trabajando sobre los materiales constructivos de Menga, sobre su origen, composición, peso, encaje… Fruto de ese trabajo minucioso, de lupa, centímetro a centímetro, ha nacido una teoría que explica el proceso constructivo del Dolmen de Menga.
En primer lugar, Lozano ha analizado la roca con la que se construyeron los grandes bloques que conforman el dolmen. Se trata de un material medianamente blando, muy pesado, pero que exige una destreza milimétrica en su manejo. El hecho de no ser especialmente duro facilitó su extracción de la cantera, pero, a cambio, dificultó su manejo y colocación por un peligro cierto de ruptura. Este hecho tuvo como consecuencia el desarrollo de un plan minucioso par el transporte y encaje de los ortostatos.
Al contrario de lo que pudiera parecer a primera vista, los ortostatos no están colocados en un ángulo de 90º respecto al plano, al suelo, sino que tienen una inclinación de unos 5 o 6 º sobre el eje ortogonal vertical. Todos, con pequeñas variaciones. Así que se colocaron intencionadamente con una inclinación – para facilitar su encaje – por una parte, y para el mejor soporte de la cubierta, por otra, generando así un aspecto trapezoidal.
De manera que hace casi seis mil años, se detectó una cantera situada a un kilómetro de distancia, más o menos, del emplazamiento del futuro monumento, cantera que estaba unas decenas de metros por encima de la altitud del solar. Los ingenieros, construyeron una pista descendente con una pendiente que permitiera el desplazamiento de bloques de miles de kilos. Ojo, el problema, al emplear una pendiente favorable, era llevar frenada la impedimenta, no empujarla. Esto demuestra que los ingenieros del neolítico conocían bien los efectos de la gravedad y que eran capaces de calcular una pista de mil metros con la inclinación y el grosor necesarios para bajar – en trineos – los bloques hasta el solar del edificio. Estos trineos, se desplazarían sobre listones transversales a la pista. Por supuesto, fue necesario el concurso de miles de brazos y quizá de animales de tiro para las operaciones. Gracias a la etnoarqueología, se han documentado desplazamientos de este tipo a comienzos del siglo XX. En los "extra" del artículo pueden verse algunas de estas fotografías.
Una vez que un trineo cargado con un gran bloque llegaba hasta el solar, se giraba y se colocaba dentro de una zanja excavada con una roca perfilada en su fondo que exigía un encaje perfecto. Esta dificultad para girar el bloque desde algo más de un metro sobre la zanja, ha llevado a los autores a plantear el uso de contrapesos que permitieran mover delicadamente cada ortostato y encajarlo en su lugar predeterminado. El nivel del suelo de ese momento de la construcción, estaría próximo al nivel del techo actual. El empleo de estos contrapesos implica un conocimiento profundo de – al menos – la aplicación práctica de diferentes fuerzas físicas. Se trata de un salto en progresión geométrica del conocimiento humano.
Una vez colocados los ortostatos y los pilares centrales, se situaron las cobijas de cierre. La última, vista desde la entrada del monumento, alcanza los 150 mil kilos de peso. Y no sólo eso, su parte superior está ligeramente apuntada lo que podría indicar que esos grados de inclinación se emplearon para desviar fuerzas (el peso de esa parte del túmulo) a los muros laterales, a los ortostatos. Estaríamos ante el primer caso de una construcción que emplea la capacidad de un plano arqueado para distribuir cargas aliviando la que recae sobre el centro de la gran losa de cierre.
Estoy convencido de que el artículo tendrá muchos defensores y algunos detractores, como sucede siempre. El trabajo realizado por Lozano, García Sanjuán y todo su equipo ha sido minucioso, guiado siempre por un espíritu científico, de innovación y multidisciplinar. El hecho de cambiar una mirada sobre las cosas es a veces la más difícil de las tareas. Creo que este artículo merece la oportunidad de ser confirmado o refutado con buena ciencia, igual que ha sido construido.
La península ibérica tiene alguno de los mejores monumentos megalíticos que se conocen. Menga es el mascarón de proa, el ejemplo más impresionante, sólo comparable al celebérrimo Stonehenge, que por cierto es de construcción posterior.
La movilidad de las poblaciones y de las ideas del neolítico sigue derribando prejuicios, aunque no tan rápidamente como sería deseable.
Manuel Navarro