En mayo de 2011 comenzamos los rodajes de Arqueomanía. El primero fue en Ceuta. Una madrugada de domingo, Carmen y yo dejábamos La Cala camino de Tarifa, donde nos esperaban Pepe Ramos y Darío Bernal para cruzar juntos el Estrecho. Íbamos a rodar en el yacimiento de Benzú y en el Museo de Ceuta. Teníamos pensado usar ese material para un “Historias de la arqueología” – la sección central del programa – dedicada al paso del Estrecho. Bautizamos el espacio más destacado con ese nombre porque queríamos trascender el mero hecho arqueológico y contar igualmente las historias que lo rodean.
A Pepe lo habíamos conocido unas semanas atrás. Formaba parte del primer comité científico del programa, junto a Virgilio Martínez Enamorado y Eduardo García Alfonso. Los tres fueron nuestra Estrella Polar.
Al principio no teníamos certezas de nada. Viajábamos en un gran furgón para comenzar una aventura de incierto desarrollo y final. Nosotros habíamos hecho documentales – bastantes – pero el reto de una temporada completa de un programa dedicado a algo tan específico como la arqueología digamos que nos provocaba inquietud. Además – a decir verdad – no teníamos la seguridad de que el tema diera para tanto.
Aquel domingo de mayo en vísperas del amanecer, nos fuimos aproximando a Tarifa. Nada más superar Estepona, el Peñón se elevaba majestuoso sobre el Estrecho. Aparcamos la furgoneta y subimos al barco junto a Pepe y Darío.
Fuimos grabando desde el catamarán. Durante tres cuartos de hora, aproximadamente, pudimos vislumbrar el universo que gira alrededor de este paso oceánico. Hay dos orillas, pero ¿Hay una sola cultura? Pepe y Darío fueron hablándonos de eso que se conoce como “Círculo del Estrecho”.
Ceuta, la ciudad de las siete colinas “septem fraters” de ahí su etimología romana. Cuando rebasas la línea de su puerto tienes la sensación de revisitar la Historia. Pronto estuvimos en el Museo Arqueológico, erigido sobre la antigua basílica paleocristiana. Ésta es la primera iglesia de España, aunque esté en el lado africano. Después de filmar los materiales arqueológicos de Benzú, fuimos al yacimiento.
La valla fronteriza se pierde en las montañas. Al otro lado, soldados marroquíes corrían por la playa mientras sonaban los cantos de un moecín local. Contemplamos la otra orilla, comprendimos la gran dificultad que tuvieron que vencer en la excavación – con la dura roca brechificada - y oímos hablar de la ballenera de Benzú.
Cenamos en Ceuta, pinchitos preparados por un cocinero indio, y al día siguiente retornamos a Cádiz, donde visitamos el Museo Arqueológico y varios laboratorios de la Universidad. Todo giró en torno al mundo marino. Aprendimos lo que era la malacofauna y oímos hablar de las “caetariae” como la de Baelo Claudia.
A lo largo de varios meses anteriores al inicio de la producción de Arqueomanía, habíamos tenido la oportunidad de visitar el mundo marino de Filipinas, de Vietnam y de Corea del Sur. Los palafitos de Zamboanga, los fondos prístinos de El Nido, los bravos marineros de Da Nang o los deslumbrantes amaneceres de Seoraksán, en el Levante coreano, nos fueron mostrando modos de vida relacionados con el mar.
El valor de las capturas siempre es un factor determinante. Visitamos el pequeño mercado de pescado vivo de Seorkasán y el gran mercado de Busán, una enorme lonja, de las mayores de Asia – Pacífico. Visitando lugares así es como se va aprendiendo de un modo de vida. Cada costa, cada caladero, cada arte, tiene su peculiaridad, pero a todos les interesa algo por encima de lo demás: vender el pescado pronto o conservarlo. Este hecho es indiscutible desde la Antigüedad.
Amo el mar, de ahí quizás me venga el interés por todo lo que con él tiene relación. O con ella, cuando es la mar. Me gusta bucear, me gusta pescar y pasear por la orilla; adoro el romper de las olas en el rebalaje y la tarde cayendo en malvas y azules. Añoro su olor cuando estoy tierra adentro y su brisa vivificadora. Los nativos marinos, saben de lo que hablo. Echamos de menos sus calmas y soñamos sus tempestades. Nada hay tan variable ni tan majestuoso, tan absoluto y aterrador.
El viernes por la tarde en Era Cultura (Puerto Real, Cádiz) se celebraba una actividad de ocio cultural. Manuel León, experto en gastronomía y enología romana, daba una conferencia y un maridaje de vinos romanos. El público, además de oír y probar, tuvo la ocasión de preparar sus propias recetas romanas: Apicio, Columela o Paladio fueron maestros de una ceremonia inolvidable. Cuando veo tanta sofisticación culinaria no puedo evitar acordarme de Hannibal Lecter y de los platos que José Andrés preparó para su escalofriante serie. Por suerte, no he perdido el apetito.
Un rato antes, habíamos quedado con Eduardo Vijande para que nos pusiera al día de las últimas investigaciones en Campo de Hockey. El mar y sus productos – aunque fuera en el lejano neolítico – volvieron a ocupar el centro de la charla. Los pobladores neolíticos de la Isla de San Fernando comían todo tipo de pescados y mariscos y probablemente los ahumaban. Ya se sabe, que si no se pueden consumir o vender rápido, hay que conservar.
El gárum es una conserva líquida, en palabras de Manuel León. Él y su equipo, siguiendo una investigación de Darío Bernal en Pompeya, han conseguido obtener la preciada salsa, a la que describen como “potenciador de sabor”, algo así como un “Avecrem” imperial.
El gárum original se fabricaba en piletas de salazones a base de atún y diversas plantas. El atún es un pez pelágico, esto es vive y caza en grandes fondos oceánicos fuera de la placa continental. Así que su captura ya supone un enorme reto.
En época imperial estas capturas debían ser muy abundantes para responder a la gran demanda que había en todo el territorio del Mare Nostrum. Las grandes factorías de salazones, que ya habían inaugurado fenicios y púnicos, se extendían por todo el Mediterráneo. Se trataba de un comercio de altos vuelos en el que se asumían muchos y diversos riesgos: el primero obtener las capturas suficientes; el segundo producir la conserva con la calidad requerida, y el tercero transportarla hasta su mercado final.
Pecios como el del Bou Ferrer en Villajoyosa (Alicante) o el célebre Monte Testaccio de Roma nos ayudan a comprender la dimensión del comercio romano. Un sistema de intercambio que permitió que a sus mercados llegaran las especies de Xeres y que estos condimentos aparecieran en sus banquetes y recetarios.
El gárum es el mascarón de proa de la cocina romana. Personas como Manuel León han conseguido revivirlo y darle un contrapunto con vinos fabricados al gusto y usanza de los romanos.
Estamos ante un capítulo brillante de la arqueología experimental y de la gastronomía de vanguardia. Mientras tanto, seguiremos paseando por la orilla del mar mientras Poseidón lo permita.
Manuel Navarro