A veces, la mayor de las sorpresas nos aguarda en las puertas mismas de casa. Al menos, así puede ser en nuestro caso. De confirmarse que Cerro Boticario conforma, en verdad, un gran complejo megalítico, la sorpresa será mayúscula, desconcertante, inédita por completo, porque nunca se conoció hasta ahora nada parecido, un lugar donde la mano de la naturaleza y la humana se conjugan para dar lugar a un recinto sacro desde el neolítico, con necrópolis, santuario y observatorio astronómico esculpido en un extraño paisaje de grandes recintos de rocas. Y aunque el probable yacimiento se erige en las inmediaciones de una transitada carretera nacional, junto a un río encajado en garganta y bordeado de huertas, todavía no es conocido por la ciencia ni investigado por la arqueología. Nos encontraríamos ante un yacimiento virgen, descubierto por Enrique Escobedo y por Juan Antonio López Cordero, que ya lo han puesto en conocimiento de las autoridades competentes. Quedamos, pues, a la espera de la investigación arqueológica para confirmar, o no, la hipótesis del gran recinto megalítico junto al río Guadalbullón, paso natural entre Jaén y Granada.
Y es que la vida humana, desde siempre, giró sobre los ríos. La civilización nació a sus orillas y sus cauces fueron las sendas que nos condujeron hasta los últimos confines del planeta. Y dominando el cauce del río Guadalbullón se alza, desde la altura del Cerro Boticario – o Cerro de la Condesa, como se le identifica en alguna cartografía antigua -, el posible yacimiento prehistórico objeto de nuestra visita. Atendiendo a su invitación, quedamos con nuestro anfitrión, Enrique Escobedo, en La Cerradura, una pedanía de Pegalajar, en Jaén, situada en las orillas de nuestro río protagonista. Desde mucho antes que el primer humano hollara la Península Ibérica, el río ya discurría a los pies de Sierra Mágina, labrando, con su erosión cantarina y constante, el valle que terminaría uniendo el Alto Guadalquivir con la Vega del Genil y con el paso al sureste. La caprichosa gubia del agua esculpió, en esta ocasión, una cómoda vía de comunicación entre esos grandes valles de riqueza proverbial, al atravesar, entre gargantas, las altas montañas de la cordillera subbética.
El río, se encajona al sur de Jaén, por lo que fue fácilmente defendible. El pueblo de La Guardia de Jaén se erigió como un custodio blanco para defender el Reino de Jaén de los nazaríes granadinos. En el corazón de esos pasos estrechos, se encuentra la aldea de La Cerradura y, en sus inmediaciones, el Cerro Boticario. La Cerradura es una pedanía de Pegalajar nacida a mediados del XIX. Sus primeros pobladores se esmeraron en las huertas cultivadas a las orillas del río, y que hoy languidecen añorando aquellos tiempos de hortelanos pacientes y esmerados. Los frutales y los bancales de hortalizas han sido sustituidos por los omnipresentes olivos, de fácil y somero cuidado. Pero, además de a la huerta, La Cerradura nació al calor de dos oficios estrechamente vinculados, el de la cantería y el de la caminería, que, de alguna manera, tanto tuvieron que ver con el origen y con el descubrimiento del complejo megalítico.
La extracción y talla de piedra caliza es una actividad secular en la zona. Así se demuestra, por ejemplo, en las cercanas canteras del Mercadillo, en la vecina Cambil, ya utilizada desde época romana y de las que proceden las piedras de la catedral de Jaén. Las canteras, ayer y hoy, ocuparon a centenares de personas de la zona. El oficio de cantería pasó de padres a hijos desde hace miles de años. De hecho, todavía hoy son visibles los frentes de cantera, tanto para extracción de zahorras como de piedra de cantería. El Cerro Boticario está rodeado por dos canteras, la de Herrera y la de Los Frailes, así conocidas por el nombre de los cortijos que las contienen. Se aprecian trabajos antiguos de cantería en las mismas inmediaciones de las formaciones del Cerro Boticario, sin que, afortunadamente, hayan dañado el posible recinto megalítico.
Y fue, precisamente, la conjunción de la cantería con la caminería, la que propició el descubrimiento de Cerro Botinero por parte de Enrique Escobedo y de Juan Antonio López Cordero. Nuestros protagonistas impulsaban el Centro de Interpretación de la Caminería, que se encuentra en un tramo perdido de la antigua carretera nacional Jaén-Granada, a su paso por la Cerradura, cuando decidieron tratar de recuperar un leguario – el mojón de piedra que indicaba las distancias en leguas hasta el XIX – de época de Isabel II que se encontraba abandonado al pie de una cantera del Cerro Boticario. Aunque les resultó imposible su traslado hasta el museo – no existían caminos y el helicóptero era prohibitivo –, el intento de recuperación del leguario abrió las puertas al descubrimiento del yacimiento que se erigía algo más arriba, y cuyas formas verticales ya se apreciaban desde donde yacía el leguario abandonado. El leguario, perfectamente tallado y de más de un metro de altura, probablemente, se habría caído del carro que lo transportaba desde la cantera de extracción y talla para quedar olvidado en las soledades del monte. Nadie lo pudo imaginar entonces, pero ese leguario se convertiría en la llave del descubrimiento, el hito que indicaría el camino hasta el complejo megalítico desconocido para la historia.
A raíz de su primera visita, comenzaron a frecuentar aquel castillete de grandes piedras que conforman un complejo de gran belleza y extrañeza singular. Al principio, sólo vieron formas curiosas de la naturaleza, para ir advirtiendo, en sucesivas visitas, que la mano del hombre estaba más presente de lo que inicialmente pensaron. Muros de piedra, solería, escalones, piedras apoyadas y abundantes restos cerámicos en superficie les convencieron de que se encontraban en un desconocido yacimiento arqueológico. La estructura geológica, que había quedado encaramada en lo alto del cerro a modo de testigo de su estrato calizo, presentaba una gran escollera en su base, como si de restos de cantería se tratara. Pero allí arriba nunca existió una cantera, ¿de dónde procedía tanto material de derrumbe? Y, entonces, de forma natural, surgió la pregunta. ¿Y si aquel lugar fuera, en verdad, un gran complejo megalítico? ¿Y si nuestros ancestros, utilizando las curiosas formas naturales las hubiesen trabajado para crear una extensa necrópolis y un santuario con orientación astral? Miraron con ojos de ver… y advirtieron, entonces, la necrópolis y el santuario, enclavado en una zona estratégica de paso, en la que ya se enclavan otros yacimientos prehistóricos, como los poblados del Cerro de la Cabeza, el Mulejón o el de Puerta Arenas. Escribieron un artículo y lo presentaron en un congreso de caminería, denunciando el descubrimiento ante las autoridades arqueológicas competentes, sin que, hasta la fecha, hayan obtenido respuesta. Esperemos que pronto las autoridades adopten las medidas oportunas para confirmar la veracidad del hallazgo y las medidas de protección correspondientes.
Ese mismo artículo nos fue remitido por Enrique unas semanas antes, adjuntando su invitación a conocer el yacimiento, que aceptamos intrigados. Por eso, acompañados por Antonio Cuesta, director de la editorial Almuzara, nos dirigimos hacia La Cerradura, con el ánimo de conocer de primera mano el desconcertante hallazgo. El yacimiento se sitúa sobre una colina de algo más de 700 metros de altura, enclavado en el margen izquierdo del río Guadalbullón, entre los kilómetros 53 y 54 de la antigua carretera N-323, al sur del puente Padilla.
Abandonamos la antigua carretera Jaén-Granada para comenzar a ascender por un carril que atravesaba una zona de canteras. Arriba, en lo alto del cerro, se apreciaba una especie de castillete rocoso, unos grandes crespones en roca que destacaban en el paisaje. A sus pies, unos canchales que grandes rocas que hubieron de rodar desde ese lugar. Estas piedras no provenían de cantera alguna conocida. ¿Por qué rodaron entonces desde arriba? ¿Por simple acción de la naturaleza o porque son restos de talla del castillete superior? Enrique nos indica que esa fue, precisamente, una de las señales que le advirtió de posibles trabajos humanos sobre las rocas superiores, canteros prehistóricos antecesores de los actuales. Avanzamos por el camino de piedra mientras que los conejos, con su incesante ir y venir, distraían nuestra conversación. Hacía tiempo que no veíamos tantos a esa hora de la mañana, señal inequívoca de su bendita recuperación, después de las plagas bíblicas que los diezmaron.
Dejamos el coche en una explanada, fruto de una antigua cantera, situada sobre el cortijo de Los Frailes. A nuestro frente, a media ladera del pico de los Tres Valientes, en la Sierra de Grajales, se abría la gran Cueva de las Vacas, un enorme abrigo bien visible desde la distancia en la que nos encontrábamos y que suponía un ineludible hito paisajístico. Antes de subir al Cerro Boticario, ya supusimos que, de confirmarse su naturaleza megalítica, debería mantener algún tipo de relación visual con aquella cueva tan visible y destacada, al modo en el que el dolmen de Menga lo mantiene con la Peña de los Enamorados.
Y ya preparados, iniciamos nuestro corto ascenso hasta donde nos aguardaba la gran sorpresa. ¿Nos encontraríamos con un yacimiento todavía desconocido para la ciencia o, simplemente, se trataría de una extraña obra de la naturaleza? Dos grandes rocas, de paredes lisas y verticales, marcaban, en apariencia la puerta monumental del gran conjunto megalítico. O, ¿se trataba de una simple casualidad geológica? Como siempre nos ocurriría durante nuestro recorrido, nos resultaría imposible discernir hasta dónde llegaba la naturaleza y dónde comenzaba la mano humana. Traspasamos el umbral y entramos en el recinto. En todo momento tuvimos la sensación de estar en el interior de un enorme complejo, que bien sea un gran santuario neolítico o una caprichosa formación geológica, resulta solemne, hermoso y extraño al tiempo. De manera inesperada, en lo alto de aquella loma redondeada, aparecían esas formaciones verticales de roca, altos pináculos y monolitos, componiendo un gran recinto que acogía nuestra marcha. Algunas de estas formaciones rocosas, parecían retocadas por la mano humana, quién sabe, algo indemostrable a simple vista.
Las coscojas, cornicabras, enebros, pinos, acebuches, retamas y almezos nos acompañan en nuestro camino a lo largo del gran megalito, dificultando algún paso que, en el pasado, tuvo que presentarse limpio y expedito.
Enseguida, tras traspasar las puertas monumentales de entrada, una covacha se abría a nuestra izquierda. La cueva estaba formada por grandes piedras apoyadas unas sobre otras, aparentemente por derrumbes naturales, aunque algunos rellenos y piedras parecían haber sido colocadas intencionadamente. A partir de ese punto, nuestro recorrido nos llevará de un recinto a otro, todos con esas covachas laterales abiertas hacia su centro. El patrón se repite. De un recinto cerrado por grandes pináculos y crespones de piedra– cada uno de una forma y tamaño diferentes, aunque tendiendo hacia el círculo – se pasa al siguiente. A veces, lo hacemos a través de una especie de pasillo entre rocas, a veces por un desnivel salvado por lo que parecen escaleras. En cada recinto, perfectamente delimitado por paredes verticales, se abren unas covachas al modo de capillas laterales, normalmente por el hueco dejado por grandes losas verticales apoyadas entre sí. Aunque estas cavidades parecen naturales, se aprecia con claridad retoques y añadidos. Así, la mayoría de ellas presentan muretes de piedra o losas hincadas que delimitan y protegen su espacio. A su vez, una vez dentro, se aprecian piedras que parecen cerrar los grandes huecos interiores. Es cierto que podrían ser fruto de derrumbe casuales, pero el patrón se repite en unas y otras covachas anexas a los recintos de distribución. Los descubridores consideran que esta primera parte del complejo compone una gran necrópolis, en la que los enterramientos se realizarían en estas cuevas laterales. Entramos en una de ellas, y en una cámara inferior, alumbrados por la linterna de nuestros móviles, encontramos restos de cerámicas antiguas, quien sabe si calcolíticas o neolíticas. Algún trozo mostraba el arranque de un asa y otros unas incisiones onduladas. También encontramos algunos huesos, probablemente de équidos. El suelo, que aparentaba tener cierta potencia de sedimentos, se mostraba sin excavar, y bien podría custodiar restos de antiquísimos enterramientos. O no, quién sabe.
Los descubridores, además de gran cantidad de restos de cerámica antigua, han localizado, también en superficie, piedras de ofita, traídas de otra zona, y de la que se hacían hachas y mazos. Estos materiales abonarían la tesis de que nos encontramos en un yacimiento neolítico, a la espera de que los trabajos arqueológicos lo confirmen.
Un recorrido lineal une los distintos recintos. En tiempos, tuvieron que estar perfectamente delimitados, ya que todavía se parecían tramos con la solería de piedras planas perfectamente dispuestas. Los recintos, por otra parte, suelen presentarse limpios de grandes rocas en su interior, como si hubiesen sido despejados. Sólo piedras de tamaño reducido – quién sabe si restos de la antigua solería – aparecen uniformemente distribuidas a lo largo y ancho de su espacio. Recorremos con asombro el peculiar recorrido de la posible zona de necrópolis, con los patrones repetitivos que conocemos. Pasillo, recintos delimitados por grandes piedras verticales, cuevas laterales con sus muretes o lajas clavadas que la definen. Y mientras tanto, restos claros de solería por aquí y posibles escaleras por allá.
Las curiosas formas de las grandes rocas que cierran el recinto, castilletes y pináculos, fruto en gran parte de la erosión, no dejan de asombrarnos. Sus formas imposibles liberan a la imaginación, que aprecia figuras y motivos. Y, acompañándonos siempre, la duda. ¿Fueron retocadas esas piedras? Con esa pregunta sin responder en los labios continuamos nuestro recorrido por el complejo, hasta que llegamos a un gran recinto – el mayor de todos ellos – que se encuentra dividido en dos terrazas a diferente nivel. La terraza superior está sostenida por un gran muro de piedra seca, de más de dos metros de altura en su parte más alta. Lo que parece un derrumbe de este muro en su zona central, también puede ser interpretado como una rampa de bajada.
La obra de este muro, doble en ocasiones y con más de un metro de anchura, es descomunal. Y no es un muro de cierre de un corral o cercado, sino de un muro de contención de terraza o una construcción monumental de separación de espacios. Desde luego, no es obra de pastores, como con frecuencia nos hemos preguntando ante los muretes que apreciados tanto en la delimitación de las covachas con las de los recintos. Si no son obras de pastores… ¿quién las pudo haber hecho? Sin duda alguna sólo una población que empleara ingentes recursos en la construcción de un recinto monumental, construido para asombro y temor de sus contemporáneos. Aunque aquellos recintos quizás fueran usados como corrales para el ganado con posterioridad, resultaba evidente que aquellas grandes estructuras no eran obra de pastores. Sólo, los increíbles arquitectos megalíticos podrían haber diseñado y ejecutado una obra de tal potencia y pericia.
Los descubridores consideran que el gran muro separa la zona de la necrópolis del santuario, que alcanza su centro ritual en el siguiente recinto, cerrado por cuatro grandes monolitos rocosos, de unos siete metros de anchura y unos quince metros de altura. El primero y segundo de estos monolitos se encuentran a unos siete metros de distancia, la misma que separa el tercero del cuarto. La distancia entre el segundo y el tercero se eleva a unos veinte metros, en cuya base se ubica lo que bautizaron como altar, una gran piedra plana, que parece realzada y apoyada para alcanzar la horizontalidad. Estos monolitos parecen tallados, probablemente para permitir los ritos astrales en aquel recinto-santuario. En efecto, como los descubridores han experimentado y fotografiado, el sol sale justo entre estos monolitos tanto en el equinoccio como en los solsticios de verano e invierno, funcionando cada par de monolitos como puerta sagrada de los primeros rayos de sol en fechas tan señaladas para las religiones y creencias prehistóricas.
Bajo el altar se encuentra una pequeña covacha, cerrada por lo que parece una falsa bóveda constituida por grandes piedras. Reproducimos la descripción del recinto del altar que los descubridores escribieron en la publicación presentada en el V CONGRESO VIRTUAL SOBRE HISTORIA DE LAS VÍAS DE COMUNICACIÓN, celebrado del 15 al 30 septiembre de 2017.
“El megalitismo también tiene su representación en la mesa ceremonial del Cerro Boticario. Una gran losa, de forma elíptica, de unos cuatro metros de largo por casi dos de ancho, apoyada sobre otras rocas, y calzada para obtener de ella una posición horizontal. Se levanta unos cuatro metros del nivel del suelo, formando a sus pies un refugio en cueva de unos cuatro metros cuadrados, con la apertura señalada por la sombra de un monolito en los últimos rayos solares del equinoccio. Frente a la piedra del altar se extiende un gran lienzo de piedra que delimita gran parte del Oeste de la explanada del santuario y sobre el que inciden los rayos solares del amanecer, que pudo acoger pinturas en el pasado y también pudo tener su simbología en los rituales prehistóricos del lugar. Esta gran losa sería la piedra del altar. Se ubica en el centro de cuatro monolitos lineales del yacimiento, iluminado por los rayos del Sol que penetran entre el segundo y tercer monolito en los equinoccios. A los pies de la piedra del altar se extiende la explanada del yacimiento, donde el público compartiría el rito sacerdotal o el sacrificio que sobre la piedra se realizase. Sorprende la acústica excepcional del lugar desde la piedra del altar, bajo la que se extiende una explanada de unos 1700 metros cuadrados, lo que induce a pensar en la ejecución en el lugar de actos rituales masivos. Otros megalitos forman parte del entorno del yacimiento, cuyo verdadero significado sólo poder ser conocido por quienes compartieron los ritos de este santuario. Hacia el Noreste del cuerpo central del yacimiento, pasados los cuatro monolitos que conforman el calendario solar, se extiende una red lineal de monolitos irregulares que disminuyen en tamaño, como si el hombre hubiese aprovechado una formación natural de piedra para hacerla dentada, derrumbando trozos de la misma”.
El santuario se alza sobre grandes cortados que la elevan sobre el paisaje. Desde su cara norte se divisa el río y se domina una extensa superficie. Justo desde es mirador natural se puede apreciar, la Cueva de las Vacas, al suroeste, y el Cerro Carabuzo, al noreste, que funcionan como grandes hitos paisajísticos. Curiosamente, en este último emplazamiento han localizado lo que parece ser un gran menhir y un enorme betilo, perfectamente tallado, con un gran orificio central. La expresión Carabuzo significa, al parecer, Puerta de Piedra. Deberá investigarse la relación paisajística entre estos hitos y el santuario megalítico, pues todo parece apuntar a que formarían parte de su complejo conceptual y litúrgico. AL sur del recinto del santuario se abre una profunda garganta. Salvamos su desnivel gracias a lo que parecen escaleras rudimentarias. Apreciamos, también un muro de piedra, que nos sabemos interpretar. Al frente, se abre una cueva poco profunda. Llegamos hasta ella para comprobar que una pequeña pileta se encuentra excavada en una gran roca de su suelo. Desde su interior, la vista se dirige, directamente, a la plataforma elevada del santuario. Todo nos parece un mecanismo demasiado preciso y sofisticado como para ser casual. ¿O se trata de simple sugestión ante unas formaciones tan evocadoras?
Envueltos por el halo del lugar, nos dirigimos hacia el lugar donde se encuentra el leguario isabelino, la llave que abrió el misterio del santuario a sus descubridores. Toca regresar. Atravesamos en sentido inverso el gran complejo megalítico, ahora más visible ante nuestros ojos, pero siempre oculto tras la duda esencial. ¿Casualidad natural o arquitectura humana?
Sólo la arqueología podrá resolver este dilema que nos inquieta. Almorzamos en La Cerradura, mientras pensamos los siguientes pasos a dar. Por lo pronto, la redacción de este artículo descriptivo del lugar y de nuestras emociones e impresiones. Después, lo remitiremos a las instituciones, con la esperanza de que decidan iniciar la investigación del lugar. Ojalá, pronto, veamos arqueólogos en su seno. Si se confirmaran las tesis de Enrique y de Juan Antonio nos encontraríamos ante uno de los mayores hallazgos arqueológicos de los últimos tiempos. Y es que, las grandes sorpresas, a veces nos aguardan en las mismas puertas de casa.
Manuel Pimentel Siles