Hemos recorrido varios yacimientos de arte rupestre a los que hemos llegado por sinuosos caminos e intrincados valles. Las viñas de las que nacen los mejores caldos de Oporto han sido testigo de nuestro trabajo de grabación en la cuenca del Côa, tributario del gran Duero.
La otra Ribera del Duero, la portuguesa. Más agreste, más agostada, tal vez más solitaria, desde luego más calurosa, al menos estos días. Gente amable y servicial, vecinos que uno querría tener siempre por su discreción y hospitalidad.
Hemos pasado unas horas inolvidables recorriendo los vericuetos de Foz Côa, acompañados por André Santos, uno de los mejores conocedores de este verdadero museo de la prehistoria al aire libre.
Esta tarde, hace un rato, veía en la pantalla de la emisora del dron, como el Côa rendía tributo al Duero. Desde el cielo es un encuentro gozoso, una reunión de gigantes, una monumental T, una serpiente que se funde en otra. Y en las laderas la viñas, que son vida y hacienda. Hoy hemos visto racimos negros de simetría fractal. Lo mismo que hemos escrutado grabados extraordinarios por los que merece la pena la caminata por los senderos polvorientos. Claro que también se puede llegar en barco, una opción que sin duda hubiera preferido por mis aficiones acuáticas y por evitarnos un par de rampas de esas que quitan el hipo.
Es conmovedor contemplar los grabados de todo estilo, los piqueteados de uros, caballos o inquietantes antropomorfos. El paleolítico está plasmado aquí en las orillas rocosas de los ríos, con todo el repertorio que siempre hemos observado en las cuevas.
Desde hace 30 mil años hasta la Edad del Bronce. El arte rupestre del Côa es un concierto en Versalles, una verónica de Curro Romero, un aria de María Calas. Es como si el Prado no tuviera techo; como si la Garma o la Pileta abrieran una compuerta al nadir. El alma de esta cuenca en la que muere la Meseta en una falla. Pero el Duero, el gran río aurífero y vinatero, es capaz de filtrarse para derramarse en el Océano, allí en Oporto, desafiando a la tectónica y ofreciendo su fuerza vital a los habitantes de estos pagos.
Teníamos grandes expectativas sobre el arte rupestre de la cuenca del Duero, del arte rupestre de las orillas frecuentadas antaño por grupos de cazadores y recolectores. Han sido, estas expectativas, ampliamente superadas.
Sólo con visitar el Museo de Foz Côa, una instalación nueva, con gran sentido arquitectónico y con un contenido ejemplarmente diseñado, ya sería suficiente. Aunque si podéis, bajad a la Caldera del Infierno o a Penascosa. Es una experiencia inigualable.
Seguimos camino de Cantabria, donde pasado mañana estaremos compartiendo experiencias en Ramales de la Victoria. Un abrazo a todos:
Manuel Navarro