Los descubrimientos arqueológicos siempre conllevan dos focos de atención y de interés general. El primero y más obvio, el que se centra en lo que propiamente se descubre. El segundo – y no menos importante – el que narra el cómo y el quién lo descubrió. La intrahistoria de los descubrimientos, el quién, el cómo, las circunstancias, la aventura, el azar, el tesón y la moraleja final, constituye un relato que adquiere, en muchas ocasiones, una importancia similar al de la propia materia del descubrimiento. Siempre que visitamos o nos interesamos por una cueva, llámase Altamira, Pileta, Nerja, Lascaux o Chauvet, la historia de su descubrimiento – en muchas ocasiones totalmente inesperado y por tanto asombroso – nos llama casi tanto la atención como su portentoso contenido. Por eso, los divulgadores de arqueología no sólo describimos las piezas o restos encontrados y tratamos de explicar su importancia para el conocimiento, sino, que también, nos recreamos en la aventura de su descubrimiento, sabedores de que, tanto lo uno como lo otro levantará el interés de la audiencia.
¿Y qué queremos decir cuando hablamos de descubrimiento arqueológico? Es un tema recurrente y debatido, pero que bien merece nuestra atención. Y para ello, nada mejor que centrarnos en el arte rupestre, dado que en estas semanas grabamos programas del magdaleniense y del arte paleolítico en general. Aprovechemos nuestra ruta para preguntarnos: ¿cuándo podemos afirmar, en verdad, que se “descubre” una pintura rupestre?
Y, como viajeros que somos, trataremos de dar respuesta con ejemplos de los yacimientos hollados. Visitamos en los rigores del verano Siega Verde, un espectacular conjunto de grabados paleolíticos a las orillas del río Águeda, en el término municipal de Serranillos, a unos 15 kilómetros de Ciudad Rodrigo, en la provincia de Salamanca. Según los estudios actuales, las figuras – en su mayoría zoomorfas, aunque también existen no figurativos y signos abstractos – fueron grabadas desde hará unos 20.000 años hasta hace unos 10.000 años, aproximadamente, cubriendo un amplio periodo del Paleolítico Superior hasta las puertas mismas del epipaleolítico. Se encuentran grabadas sobre paneles pulidos por el agua sobre grandes bloques de esquistos. Los grabados fueron realizados con gran precisión mediante piqueteado, incisión o abrasión y, aunque algunos están erosionados, otros muchos se aprecian a la perfección, incluso a cierta distancia, dado su gran tamaño. Se trata de un conjunto de excepcional valor, con más de quinientos grabados realizados sobre 96 paneles, situados en su inmensa mayoría en la margen izquierda del río y en un tramo de aproximadamente un kilómetro de longitud.
Los motivos y las formas son las típicas del arte rupestre de su época: caballos, uros, ciervos y cabras. También, y como reflejo de las etapas frías, renos, bisontes e, incluso, un rinoceronte lanudo. Muchas de estas figuras se aprecian con suma facilidad, dada la calidad tanto del esquisto de soporte como del grabado realizado. No hay que hacer ningún esfuerzo para localizarlas, dado su tamaño y contraste. Cualquiera que pase a su lado tiene que, necesariamente, verlas. Por tanto, en teoría, estos grabados deberían conocerse desde la antigüedad. Pero eso sólo es en teoría, porque, sorprendentemente, los grabados de Siega Verde no fueron descubiertos hasta… ¡1988!, es decir hasta hace dos días. ¿Cómo puede ser eso posible? ¿Es que la multitud de personas que han caminado entre ellas durante generaciones nunca las vieron? A buen seguro que sí. ¿Cabe considerar, pues, su fecha de descubrimiento la de 1988?
En efecto, las orillas del Águeda fueron sido permanente frecuentadas desde la antigüedad. Miles de personas han transitado por ellas sin que, aparentemente, se percataran de unos grabados obvios por espectaculares. Para todavía hacer más extraña la sinrazón de su secular invisibilidad, un enorme puente de piedra, el puente de La Unión, fue levantado en el centro mismo del yacimiento durante los años veinte del pasado siglo. Uno de sus pilares principales parte en dos un importante panel de grabados, de tal manera que en la actualidad se pueden apreciar grabados a uno y otro lado del pilar. ¿Cómo es posible que ni los trabajadores ni los técnicos de la obra las descubriesen y dieran aviso sobre grabados tan llamativos? Pues por un sencillo motivo. Porque las veían sin verlas. Verlas tenían que verlas, porque resulta del todo imposible no advertirlas. Lo que ocurren es que su vista no reparaba en ellas, porque al no entenderlas ni sospechar lo que en verdad significaban, no le concedieron mayor importancia, pensando de que se tratarían de una simple casualidad o de unos burdos dibujos realizados por pastores, niños o excursionistas aburridos. Es decir, que la vista va por detrás de los aprioris conceptuales. Sólo las gafas del conocimiento nos hacen ver. Como no todavía no se conocía la existencia de arte rupestre paleolítico al aire libre, pues nadie veía los grabados paleolíticos exteriores que con tanta obviedad se mostraban.
Existen fotos de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo de bañistas arrojándose a las pozas que el río forma en el mismo corazón del yacimiento. Sin embargo, y sorprendentemente, nadie pareció verlas. Ni una referencia, ni una crónica, ni un suelto en un periódico local. Fue en 1988 cuando un habitante de Serranillo, Juan Hervalejo, comunicó a Manuel Santoja acerca de una figura que parecía de caballo sobre una roca. El arqueólogo realizó una primera inspección de la zona y la sorpresa fue mayúscula. ¡Se trataba de soberbias manifestaciones de arte paleolítico! ¡Y al aire libre, algo no contemplado por la ciencia hasta ese momento! De inmediato se procedió al rastreo e investigación de la zona que arrojó el asombroso resultado que hoy conocemos y que sacó al arte paleolítico de las cavernas. Durante nuestra visita nos acompañaron Rodrigo Balbín y Mimí Bueno, ambos arqueólogos y catedráticos de prehistoria, que participaron en primera línea del vértigo de los descubrimientos y que dan testimonio personal de la conmoción científica generada.
Por vez primera, como decíamos, el arte rupestre salía de las cavernas. Y, por eso, por primera vez fuimos capaces de “ver” los grabados es cuando supimos lo que eran y lo que significaban. El ojo va por detrás de la idea del concepto y del conocimiento. Descubrir, por tanto, no es ver, sino comprender por vez primera lo que se ve y darlo a conocer con autoridad suficiente. Nosotros, que gracias al “descubrimiento” sabíamos lo que veíamos, disfrutamos de aquellos grabados soberbios, realizados por artistas inconmensurables que, en muy pocas líneas, lograron transmitir la fuerza, el vigor, la potencia o la elasticidad de los grandes herbívoros con los que convivieron y a los que convirtieron en sus fuerzas totémicas o en sus estandarte de linaje, quien sabe.
Continuamos nuestro viaje de rodaje hasta el sorprendente valle del río Coa, ya en Portugal, en el Alto Douro y cerca de Tras os Montes. El río Coa se encajona en un valle estrecho, con frecuentes afloramientos de esquistos, de aún mayor calidad geológica que los de Siega Verde. No en vano aún se explotan varias canteras como material noble de construcción, dada su cercanía a las pizarras. Nos sorprendió la vegetación que cubría el valle, puramente mediterránea: olivos, almendros, viñedos, higueras, algunos rastrojos de cereal. Los cultivos, todavía hoy, en terrazas, llegan hasta la misma orilla del río en algunos puntos. Asimismo, se aprecian aterrazamientos ya abandonados, testigos de un pasado agrícola boyante. Un paisaje bucólico, sereno, propio del Portugal agrario y profundo, muy cercano a la raya con España.
Existen algunas presas que regulan el caudal del río. Es decir, nos encontramos en una zona fuertemente antropizada, donde la mano del hombre se deja notar desde hace cientos, si no miles, de años atrás. No en vano, el propio caudal del río ha accionado los múltiples molinos que molieron el grano desde sus orillas y cuyas ruinas aún se pueden apreciar.
Un lugar prácticamente desconocido para la ciencia y el turismo hasta el año 1991. En 1989 los primeros grabados fueron descubiertos al proyectar una compañía eléctrica el construir una gran presa. Se mantuvieron en secreto hasta que, en 1991, el arqueólogo Nelson Rabada, que los estudiaba para la empresa constructora, los dio a conocimiento público, denunciando el riesgo de que quedaran bajo el agua. La movilización social, bajo el grito de “Los grabados no nadan”, fue muy fuerte y, afortunadamente, lograron paralizar las obras de la presa, salvando de la inmersión a muchos de los grabados que hoy nos asombran. Esos grabados, realizados desde hace casi 40.000 años, muestran, sobre todo, los animales típicos del paleolítico, como uros, caballos, cabras y ciervos. Algunos son de gran tamaño y perfectamente visibles desde cierta distancia. ¿Cómo es posible, entonces, que los grabados no se descubrieran hasta 1991 en un lugar tan frecuentado? Pues, al igual que ocurriera en Siega Verde, verse se veían, pero sin comprenderse y, por consiguiente, sin apreciarlos ni valorarlos. Los que los miraban, no sabían, en verdad, lo que veían. Por eso, no le daban importancia. Tuvo que llegar el ojo del experto para que los grabados nacieran para la humanidad. Y el descubrimiento de Coa no puede ser más espectacular. Se trata, ni más ni menos, que el mayor yacimiento de grabados paleolíticos al aire libre, realizados a lo largo de casi 30.000 años, hasta hará unos 10.000 y que vino a revolucionar, conjuntamente con Siega Verde, el concepto que hasta ese momento se tenía del arte rupestre, asociado exclusivamente a las cavernas. Desde entonces, los descubrimientos de yacimientos de grabados paleolíticos a aire libre se han multiplicado tanto en España como en Portugal, también algunos en el sur de Francia e, incluso, en Alemania. La humanidad se ha puesto “las gafas de ver” y encontrará muchos otros yacimientos ahora que ya es capaz de advertir y “ver” el arte paleolítico en el exterior.
Un extraordinario panel, encabezado por un uro de cuerpo entero – diríamos una ura con más propiedad, y varios caballos, además de ciervos y una cabra, fue el primero en descubrirse, a las orillas mismas del actual recrecimiento del río. Se grabó en un panel vertical, a modo de gran retablo, delante de la cual se encuentra una pequeña explanada que lo hace aún más vistoso. El conjunto panel/grabado rupestre tuvo que ser perfectamente visible para quien pasara por la zona, que se encontraba junto a un camino que utilizaban los molineros para ascender la ladera desde sus artilugios. Alguno de ellos, tallistas finos, dejaron algunos textos, inscripciones y motivos religiosos grabados sobre un par de rocas horizontales que, a modo de banco, rodean al retablo paleolítico. Están fechados en el siglo XVIII. Las cruces cristinas se contraponen con los animales totémicos del remoto paleolítico. ¿Simple casualidad? ¿Quisieron lo molineros honrar, de alguna manera, a aquellos extraños grabados? ¿Desearían, por el contrario, protegerse de ellos y conjurarlos? Verlos, tuvieron que verlos. Probablemente los ignorarían, pero, sin que alcancemos a comprender sus motivos, experimentaron la pulsión de grabar motivos religiosos a su vera. En ningún momento dañaron o destruyeron los grabados prehistóricos, lo que puede significar tanto que los respetaban como que los despreciaban o ignoraban.
Existen otros grabados del XVIII, XIX y del XX realizados en las inmediaciones de las figuras paleolíticas. Nos llamaron la atención varios relojes grabados por molineros de finales del XIX, bajo un enorme panel de un par de uros confrontados de casi tres metros de longitud. ¿Cómo es posible que no los “descubrieran”? Resulta del todo imposible que no los advirtieran. Verlos sin descubrirlos, como ya sabemos a estas alturas. Preguntamos al arqueólogo Andrés Santos, nuestro anfitrión, si existió alguna nota en algún medio local, alguna descripción de algún viajero romántico del XIX o alguna crónica que describiera algún grabado o hiciera referencia de alguna manera a aquellas extrañas figuras de grandes animales. Pero no, no existe nada, era como si no hubieran existido. Por eso, podemos considerar que 1989/1991 fue el año del descubrimiento real del prodigio de los grabados porque a raíz de ese descubrimiento la humanidad lo incorporó al acervo del conocimiento compartido. Miles de años conviviendo con las grabados y hasta 1991 no nos enterábamos que estaban allí como testigos de un pasado remoto empeñado en trascender y no morir.
¿Qué significa entonces descubrir? Pues según el diccionario de la RAE, significa manifestar, hacer patente; hallar los que estaba ignorado o escondido; registrar o alcanzar a ver; venir en conocimiento de algo que se ignoraba. Pues eso, descubrir no significa ver, sino comprender, valorar y compartir, como ya sabemos. Descubrir tiene más de cognitivo – conocer – que de sensorial – ver -. Se puede, por tanto, pasar todos lo días de una vida junto a una pintura rupestre sin descubrirlo, por más que se vea.
Quiso la casualidad que tras Siega Verde y Coa nuestros pasos se encaminaran hacia Altamira, la gran Altamira, cuna por antonomasia del del arte paleolítico. El descubrimiento de las pinturas por Marcelino Sanz de Sautuola, en 1879, conmocionó a la humanidad unos años después. Contra las creencias tanto populares como científicas, nuestros ancestros paleolíticos fueron capaces de crear un arte rupestre bellísimo, que en nuestros días aún asombra y emociona. Sautuola publicó su hallazgo en una publicación de reducida extensión que tituló, con modestia, Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santander. Quizás nunca llegar a ser consciente del todo, pero su descubrimiento cambiaría para siempre la idea que teníamos sobre nosotros mismos. La cueva fue, en este caso sí, descubierta y vista por vez primera por un lugareño, Modesto Cubillas, en 1868, al desprenderse una roca que la taponaba tras una explosión en un lugar cercano. Sautuola la visitó por vez primera en 1875, sin que, sorprendentemente, viera el panel tan espectacular de los bisontes. Sólo cuatro años después, y, al parecer, a través de los ojos inocentes de su hija María, fue cuando descubriera, con asombro y consternación, la que ha sido considerada como la Capilla Sixtina del arte magdaleniense. ¿Cómo es posible que en los once años que transcurren desde el descubrimiento de la cueva en 1868 hasta la epifanía de 1879 nadie advirtiera el descomunal techo pintado? De nuevo la extrañeza y la confirmación de que, en verdad no se ve lo que no se comprende.
El arqueólogo Manuel González Morales, catedrático de prehistoria de la universidad de Cantabria, aborda con brillantez la cuestión que nos ocupa cuando titula, ¿Cómo se descubre una nueva pintura?, un capítulo de su estupenda obra Releyendo la Prehistoria (ed. La Huerta Grande, 2018). Comienza planteando una inferencia lógica. Tras el descubrimiento de Sautuola de las pinturas de Altamira, lo esperable es que se hubiera desatado una oleada de descubrimientos de nuevas pinturas. Sin embargo, no sería hasta casi veinticinco años después, en 1903, cuando Herminio Alcalde del Río, profesor de dibujo en la Escuela de Artes y Oficios de Torrelavega, descubriera las preciosas pinturas de Covalanas y dos días más tarde las de La Haza. Se iniciaba así un annus mirabilis que conllevaría el descubrimiento de espectaculares cuevas con pinturas, entre las que destacan Hornos de la Peña y la espectacular Cueva del castillo en Puente Viesgo. Esta cueva era frecuentemente visitada por los turistas del cercano balneario, dirigidos por guías locales. Incluso algún erudito local, como Amós de Escalante (cuñado por cierto de Sautuola) narró con todo detalle su asombrada visita a la cueva en 1871… sin que hiciera referencia alguna a las pinturas. ¿Cómo es posible que cientos, o miles de personas, hubieran pasado, sin advertirlos, delante de enormes paneles con evidentes pinturas de manos o bisontes? Para cualquier visitante actual resulta imposible de comprender el que todos aquellos visitantes no vieran un arte rupestre tan obvio y llamativo. Pero, por sorprendente que hoy pueda parecernos, no lo “vieron”. Aquellas líneas, trazos y dibujos serían considerados como meros accidentes o casualidades geológicas, o pinturas sin importancia de pastores o de algún visitante con ínfulas de artista. De hecho, son frecuentes los graffitis de valientes del XVIII y XIX que se adentraron en la oscuridad de las cavernas. Es decir, que las veían sin verlas, por lo que, en verdad, no las veían. Lo radicalmente novedoso de Alcalde del Río es que supo verlas como lo que eran, creaciones artísticas del Paleolítico. Y sólo entonces fue cuando realmente se descubrieron para la sorpresa y pasmo de la humanidad.
Descubrir no es lo mismo que ver, queda mucho más asociado a comprender, entender, valorar. Y, desde luego, dar a conocer a la sociedad el descubrimiento, algo nuevo que, hasta ese momento se desconocía. Por eso, cavidades mil veces visitadas siguen custodiando pinturas que nadie vio nunca, como recientemente ocurrió en algunas cavernas vascas. Como bien afirma Manuel González, “No se trata, como muchos piensan, de una cuestión de casualidad… el secreto está en la mirada: investigadores entrenados en el estudio y análisis del arte parietal, con un objetivo de búsqueda definido y con la ´vista aleccionada por la práctica´ que nos decía Alcalde del Río”.
Por eso, son los arqueólogos los que, normalmente, además de ver, comprenden. Y es, en ese preciso instante, cuando se produce el portento del descubrimiento. Afortunadamente, todavía nos queda tanto por conocer que los descubrimientos seguirán aún asombrándonos por muchos años. Que su luz generosa ilumine nuestro camino del conocimiento, amén.
Manuel Pimentel Siles