Deseábamos conocer Dara, al sur de Turquía. Pero tendríamos que aguardar hasta el día siguiente. Atardecía y teníamos que llegar hasta Mardin para dormir. No conocíamos Mardin. Ni siquiera nos sonaba su nombre cuando comenzamos a preparar el viaje, aunque, desde siempre, estuviera ahí, custodiando desde sus alturas el tiempo suspendido de la Mesopotamia. O, mejor dicho, del nacimiento de la Mesopotamia. Mardin, ciudad antiquísima, se ubica en las faldas de una gran loma coronada por una meseta de paredes verticales, una extraordinaria e inexpugnable fortaleza natural reforzada por murallas de diversas épocas y constructores. No en vano, Mardin significa en arameo siriaco fortaleza entre las fortalezas. Nuestro primer encuentro con ella aconteció desde la distancia, al atardecer, recortada frente al crepúsculo. Sobrecogía y eso que acabábamos de abandonar otro lugar sobrecogedor, Mor Gabriel, el monasterio fundado en 397, regalo de Justiniano, con el increíble récord de 1622 años de vida monástica ininterrumpida.
Atardecía y el paisaje comenzaba a dorarse. La geografía es un libro abierto. Un monte se destacaba sobre el infinito llano de la Mesopotamia naciente. Antes, incluso, de saber que Mardin se asentaba en sus faldas, ya nos llamó la atención la atalaya natural de su relieve, destacando, agresiva, sobre la mansa llanura. Comentamos entonces que el perfil respondía al gusto de nuestras ciudades del bronce, que se encaramaron en alturas imposibles en busca de protección, señal inequívoca de los tiempos sobresaltados y peligrosos que les tocó vivir. Acertamos. Allí, en efecto, se encaramaba Mardin, la prodigiosa. Ya la conoceríamos. Entonces, tocaba descansar. Dormimos en un moderno hotel en las afueras de la ciudad nueva, adornada de edificios de acero y cristal con ínfulas de rascacielos. La ciudad nueva se extiende al norte de la colina, mientras que al sur se aposenta, lánguida y serena, la vieja Mardin, la de las fortalezas, las madrazas y las iglesias.
Reservamos la tarde para adentrarnos en los secretos de la ciudad. La mañana la dedicaríamos a conocer las cercanas ruinas de Dara, la ciudad levantada por Darío y que se sitúa a penas 30 kilómetros al sureste de Mardin.Iniciamos nuestro viaje descendiendo desde las alturas de Mardin hacia el valle. Abajo se extendía, en una llanura infinita, la vieja, la ancestral Mesopotamia. Llanura fértil, rica, pródiga desde la antigüedad, sería testigo activo del nacimiento de la agricultura. También, allí se fijaría para el imaginario bíblico la ubérrima ubicación del Jardín del Edén. Las plantaciones de maíz y algodón, cultivos de riego de alta productividad, sustituyen en la actualidad a los primitivos cultivos de espelta y cereales diversos que impulsaron, doce mil años atrás, el nacimiento de las primeras civilizaciones urbanas.
Una señal indica el desvío para Dara. A apenas dos kilómetros de aquel cruce, descubrimos a nuestra izquierda unas colinas con la roca a flor de superficie. Pronto advertimos las pequeñas canteras de extracción de sillares. Dara debía encontrarse cerca, ya. Y, de repente, salta la sorpresa. La ciudad de los muertos nos recibe antes que la ciudad de los vivos, Dara. Fue Darío, el mítico rey persa, el que la ordenó erigir como residencia de verano. Sus primeros pobladores adoraron a Mazda y erigieron en su honor torres de fuego. Y, desde entonces, la roca horadada se convirtió en morada de los muertos. Nichos, criptas y sepulturas fueron excavadas en la blanda arenisca hasta configurar un paisaje extraño, hermoso e inquietante que alcanzaría su apogeo en el posterior periodo romano y bizantino. Las penumbras de las cavidades nos observan y nos retan desde su vacío inmemorial. Tumbas profanadas, tumbas expoliadas, tumbas que gritan el recuerdo de quiénes anónimos la habitaron muchos, muchos siglos atrás.
De alguna manera, nos recuerda a la necrópolis de Carmona, con sus tumba e hipogeos monumentales. Una de esas tumbas monumentales de la necrópolis de Dara es la conocida como la de Ezequiel. Según la tradición, el profeta bajó de los cielos para resucitar a unos soldados cristianos martirizados. Y es que el creciente Fértil fue, desde siempre, tierra de patriarcas y profetas. La tumba es colectiva, de grandes dimensiones, con tres niveles subterráneos, a los que se accede a través de una amplia escalera excavada en la roca. Una necrópolis dentro de la necrópolis. Las dos plantas inferiores se usaron como sepultura, mientras que la principal, al parecer, fue la zona de las liturgias y ritos funerarios. Un pasillo perimetral lo rodea, franqueado por un claustro rupestre de grandes arcos que aún se advierten a pesar de su deterioro.La tumba es solemne y tétrica al tiempo, inquietante en todo momento. Se accede a través de un pórtico monumental, de corte clásico, sobre el que está esculpida una representación del milagro de Ezequiel.
La Biblia, el libro del cristianismo triunfante, terminaría por orillar la iconografía pagana que en tiempos acompañara en su tránsito a los difuntos romanos. Bizancio, la Roma de oriente, se cristianizó intensamente, hasta que la media luna del islam lograra conquistar su capital y arrebatar su alma. Las distintas iglesias siriacas y ortodoxas que aún sobreviven en la Mesopotamia ancestral son herederas del culto cristiano de los romanos de Oriente.
En teoría, Dara debería ser considerada como un destino turístico, pero, para nuestra sorpresa, eran pocos los que hasta allí se acercaban. Coincidimos con algún grupo de turistas, turcos en su inmensa mayoría. Algún ruso, quizás. Dara queda demasiado lejos de los circuitos turísticos y demasiado cerca del conflicto de Siria como para resultar atractivo a las agencias y mayoristas de viaje y a sus políticas de cero riesgo.
Dara, también es la ciudad del agua.La arqueología nos muestra que fue una de las primeras ciudades mesopotámicas en poseer complejos y eficientes sistemas de riego, aljibes, canales y presas, aunque su principal misión fuera la de servir de guarnición militar avanzada, justo allí donde la Mesopotamia moría para dar nacimiento a las escarpadas montañas de la Anatolia.Guarnición persa en su camino hacia Grecia, destacamento romano en susguerras contra los partos, frontera bizantina ante los llanos por los que el incipiente islam galopaba enfervorecido. Dara, siempre en la frontera, siempre en la inestabilidad, siempre dependiente de un agua que supieron almacenar en gigantescas cisternas de bóveda, o, aún más espectaculares aún, en catedralicios aljibes subterráneos, sólo comparables a los de Constantinopla. Agua que correría por un arroyo que atravesaba una de sus puertas monumentales, junto a la calzada por la que los caminantes partían en busca de sus esperanzas y anhelos.
Abandonamos la Dara de la frontera, los muertos y el agua para regresar a Mardin, el tiempo apremiaba. La vieja ciudad de Mardin, en el horizonte, enseñorea la llanura fértil de riqueza proverbial. La ciudadela, con sus murallas perfiladas sobre los cortados y paredes verticales, aún muestra su fiereza indómita desde sus 1.200 metros de altitud. No en vano, Mardin significa fortaleza. La fortaleza es un palimpsesto de distintas épocas y sus cimientos deben asentarse sobre sillares colocados muchos miles de años atrás. Esta altura dominadora, enriquecida con abundantes manantiales, tuvo que constituir una tentación inevitable para los humanos desde la más remota antigüedad. Por eso, Darío, el constructor de Dara, también pasó algún tiempo habitando sus alturas y sus vistas.
Mardin nos aguarda, pero queda en nuestro recuerdo la Dara inmemorial de la que aún nos queda tanto por descubrir.
Manuel Pimentel Siles.