Queríamos abordar un programa sobre la representación escultórica de la figura humana a través de la prehistoria, centrado en el soporte prodigioso de las estelas, que, desde siempre, nos habían llamado poderosamente la atención. Teníamos ya grabadas bastantes de Andalucía, como la señaladísima de Almargen, así como las del museo de Badajoz, pero queríamos complementarlas con un viaje a Cáceres y a Portugal, geografías imprescindibles para abordar el registro de las estelas del bronce y del hierro del suroeste.
Conscientes de que el fenómeno de las estelas en la prehistoria tenía una dimensión muy superior al del oeste de la vieja Iberia, quisimos conocer la dimensión mediterránea. Por ello, decidimos viajar hasta Cerdeña para conocer su sorprendente prehistoria, expresada tanto en estelas singulares como en la llamada cultura nurágica, de grandes edificaciones ciclópeas de la Edad del Bronce. Como os podéis figurar, ambos viajes nos ilusionaban, porque enmarcaban temporal y geográficamente el mundo de las estelas, sus evolución y significado.
Pero ya sabemos, como afirma el viejo refrán, que el hombre propone, pero Dios – o mejor dicho en este caso la dichosa COVID – dispone. La alta incidencia de la enfermedad en Extremadura y, sobre todo, en Portugal – hablábamos de principios de enero de 2021 – nos hizo suspender ese viaje. Tampoco pintaba bien el previsto para Cerdeña, sometido a una incertidumbre sanitaria a la que no terminábamos de acostumbrarnos. Finalmente, el viaje a la vieja isla sarda pudo realizarse, redobladas, eso sí, todas las cautelas sanitarias. En el momento de escribir estas líneas, ya de regreso, aún estamos con la esperanza de poder grabar las estelas portuguesas y cacereñas.
Viajamos a Cerdeña entre los días comprendidos entre el martes 2 y el lunes 8 de febrero. Viajar en tiempos de COVID no resulta cómodo, pero se sobrelleva con resignación y compresión, porque toda prevención es poca. Cumplimos estrictamente todos los protocolos sanitarios previstos. Prueba de antígenos a la ida, prueba de antígenos al regreso. Narices y garganta bien refregadas por un hisopo agresor. Varios impresos, tanto en la ida como la vuelta, en el que nos autoresponsabilizábamos de nuestra salud. Controles y más controles convertían en un tránsito árido y desabrido cualquier gestión o trámite habitual y, en otros tiempos, liviano. Requisitos algo artificiosos pero necesarios ante nuestro desconcierto vírico. A diferencia de anteriores expediciones, la experiencia de un viaje internacional bajo la epidemia del coronavirus resultó bien distinta, siempre dispuestos al sobresalto inesperado, a la anulación imprevista y al cambio de programación permanente. Éramos conscientes de las condiciones en las que nos tocaría grabar y decidimos afrontarlas con prudencia. Cuando, esperemos, regrese cierta normalidad, recordaremos estos tiempos aciagos con amargura y sin añoranza alguna.
En varios artículos dibujaremos un sucinto resumen de lo visto, de lo aprendido y de lo apreciado en nuestra ruta tras las estelas, los megalitos las nuragas y las ruinas sardas varias. En este caso, el catedrático de prehistoria de la universidad de Sevilla, Leonardo García San Juan, nos acompañaría con su sabiduría y lucidez. Queríamos que él fuera la voz autorizada que contextualizara la rica prehistoria de la isla y la relacionara con la dinámica peninsular. Nunca podíamos haber elegido mejor sabio para enmarcar el fenómeno nurágico que tanto nos sorprendería. Le quedamos muy agradecidos por su generosidad y paciencia.
Comenzamos el viaje con madrugón en Madrid para, tras parada de trasbordo en Roma, aterrizar en Cagliari, capital de la Cerdeña. El vuelo ya nos permitió apreciar la enormidad de la isla, un pequeño continente dado su extensión y diversidad de climas y paisajes. No en vano es la segunda isla de mayor superficie del Mediterráneo, con algo más de veinte mil kilómetros cuadrados – el equivalente a tres provincias españolas -, y sólo algo menor que la soleada Sicilia.
Cerdeña, en su devenir histórico ha guardado estrecha relación con la Corona de Aragón, primero, y con la de España, después. De hecho, en alguno de sus pueblos aún se habla un dialecto del catalán, y muchas palabras españolas – como mesa, ventana, semana o adiós, entre otras muchas – se incorporaron a la lengua sarda. Y, como iríamos comprobando a lo largo de nuestros desplazamientos por la isla, el español también dejó un rastro evidente en la toponimia local.
Nuestro primer destino, la ciudad de Arborea, la del nombre sonoro, se encontraba en la costa oeste. Pero, antes de llegar hasta nuestro hotel, decidimos desviarnos para acercarnos hasta un lugar mítico, las ruinas de Nora, una ciudad costera, fundada oficialmente por los fenicios, que se hizo famosa por una estela sorprendentemente bien conservada. Al parecer, se trata de escritura fenicia, pero algunos autores insisten en relacionarla con Norax, príncipe procedente de Tartessos, primer reino de Occidente del que mantenemos memoria histórica. La idea de que un príncipe tartesio fundara la ciudad sarda le otorgaba un aire mítico difícilmente eludible. Pero al llegar, nuestro gozo en un pozo. El sitio arqueológico se encontraba cerrado por la pandemia, como la práctica totalidad de los lugares visitables de la isla. A pesar de no poder caminar ni grabar las ruinas de aquella ciudad que quizás algún día hollaran sandalias tartesias, la vista de la costa bien mereció el tiempo invertido. Una pequeña península, coronada por una torre, probablemente medieval, cerraba un extenso golfo ante nuestros ojos, un refugio protegido de los albures del mar abierto para las naves de aquellos valientes y esforzados marineros y guerreros que navegaron en la protohistoria a lo largo y ancho del viejo Mediterráneo que nos abrazaba.
Al llegar al hotel tuvimos que encargar la cena fuera, para que la trajeran en fiambreras desechables y bolsas de plástico. Los restaurantes – eso sí lo sabíamos antes de ir para allá – estaban cerrados. Todas las mañanas, antes de partir, pasábamos por un supermercado tempranero y comprábamos las viandas que consumiríamos al mediodía sobre rocas o bajo encinas. Según todos los conocedores, la cocina es uno de los principales atractivos de la isla, pero, desgraciadamente, en este viaje no podríamos disfrutarla ni rendirle el homenaje que sin duda alguna merecía.
A la mañana siguiente, con la excitación propia de quienes se lanzan a conocer, salimos en coches rumbo a nuestro primer destino, Laconi. La zona central-sur de la isla está atravesado por un amplio valle, de riqueza agrícola proverbial, que serviría de despensa a la mismísima Roma. Este valle transcurre sureste – noroeste y se encuentra encajado entre montañas, algunas de gran altura, como tendríamos ocasión de comprobar en algunas de nuestras jornadas de trabajo.
Nuestro primer destino, como dijimos, fue el museo de la estatuaria prehistórica de Laconi, una localidad enclavada en la ladera de un monte. El museo se ubica en un antiguo palacio erigido a principios del XIX por la familia Aymerich, de origen hispano, que nos aguardaba, solemne y elevado sobre una gran rampa que lo engrandecía ante los ojos de quienes a él se acercaran.
Antes de comenzar a narrar lo que en su interior descubrimos, merece la pena que repasemos someramente la arqueología de la isla a través de sus expresiones arquitectónicas características, que para eso la arquitectura es la huella, junto a las pinturas y estelas, más evidentes y permanentes del caminar de la humanidad a través de los tiempos. Dime cómo construyes y te diré quién eres o, al menos, dónde, cuándo y cómo lo hiciste. Pues bien, y sin entrar en el debate de su paleolítico – algunos arqueólogos nos comentaron que era casi inexistente y muy reciente, mientras que otros nos hablaban de dataciones de más de 300.000 años -, nuestro breve relato comenzará en un neolítico de hace más de seis mil años cuyo más característico exponente es la arquitectura megalítica de los dólmenes. Todavía en el neolítico, hará unos 4.500 años se excavaron los hipogeos-tumbas conocidos como Domus de Janas, Casa de Hadas o de Brujas, según la expresión popular -. En el inicio de la Edad del Bronce, sobre el 2.200 a.C. se comenzaron a erigir las primeras nuragas, grandes torres de piedras ciclópeas, que fueron haciéndose más complejas para llegas a convertirse en villas nurágicas desde el 1.500 a.C. Las monumentales Tumbas de Gigante son sus necrópolis asociadas y entre ellas se cuentan algunos de los monumentos más icónicos de la isla.
Sobre el 1.300 a.C., en algunas ocasiones sobre pretéritas nuragas, se comenzaron a construir grandes santuarios, con sus característicos Templo Pozo y, en algún caso, Fuente Santa. Estos santuarios continuarían en funcionamiento durante la Edad del Hierro, desde el 900 a.C. hasta el imperio romano, y, en algunos de ellos, el culto, tras resultar cristianizados, duraría hasta nuestros días, en un hermoso relevo de sincretismo religioso, tal y como tendríamos ocasión de vivir.
Y sirvan estas breves líneas para resumir de manera somera lo que en verdad hubo de ser una complejísima dinámica que se extendió durante más de cinco mil años. Pero, y esa es la ventaja del divulgador, un simple vuelo superficial nos sirve para acercar al lector a las grandes dinámicas de la prehistoria. Quién desee profundizar, libros y manuales tiene a su disposición.
Una vez situados en la prehistoria sarda, dispongámonos a conocer el museo de Laconi. En el recibidor, un menhir neolítico y unas estelas calcolíticas nos dan la bienvenida y nos sirven de excusa para que Leonardo explique brevemente cómo los menhires son, de alguna forma, expresión de una remota estatuaria neolítica, para dar paso, en el calcolítico, a las estelas o estatuas menhir que vamos a conocer en el único museo monográfico dedicado en exclusiva a la estatuaria prehistórica, destino obligado para Arqueomanía.
Las estelas nos causan una honda impresión. En el museo se exponen más de cuarenta, pero existen en el territorio varios centenares, la mayoría alrededor de la localidad de Perda Iddoca. Las estelas presentan una iconografía similar. Las piedras están talladas con una cara plana, donde se esculpen – que no se graban – los motivos repetitivos. Por una parte, arriba, las cejas y la nariz, lo que unido a la talla otorga a la estela de un claro aspecto antropomorfo. Debajo de este rostro ciego sin ojos ni boca, aparece un motivo repetitivo objeto de debate interpretativo. Para unos, un signo en forma de tridente, para otros, una esquematización de una persona lanzándose al vacío, con la cabeza hacia abajo y los brazos hacia atrás. Parece que recogería una antiquísima leyenda local de un suicidio del héroe. Sea lo que fuere, el tema es de gran plasticidad y belleza, encarnando un halo de estética vanguardista. Bajo este motivo aparece otro que se interpreta mayoritariamente como dos cuchillos unidos por el mango y con las puntas hacia afuera, lo que le otorga un aspecto fusiforme. Quién sabe lo que los maestros calcolíticos quisieron representar en estas estelas esculpidas, repetimos, que no grabadas. Y, para concederle aún más forma humana, la parte trasera suele trabajarse como si de una espalda cubierta por una larga capa se tratara.
En general los escultores prehistóricos aprovecharon la forma natural de las piedras para otorgarle ese aspecto humanoide, que diría un aficionado a las películas de ciencia ficción. Los tamaños y formas son distintos, pero en casi todas las estelas los motivos se repiten. ¿Qué querían decir? ¿Para qué se esculpieron y colocaron junto a caminos y collados? ¿Para marcar fronteras o territorios? ¿Para sacralizar un espacio? ¿Para señalizar un hito especial o un recuerdo a los ancestros? ¿Quizás algo más prosaico y pragmático? No lo sabemos, por lo que su mensaje queda abierto e ignoto en el eco de los tiempos, a la espera de quién sepa escucharlos e interpretarlos.
Dije que todas las estelas son idénticas y no es cierto. Existen algunas con variaciones en el tema. Nos llamó la atención una de tamaño reducido y forma rectangular que marcaba dos senos, lo que hacía entender que se trataba de una representación femenina. En su interior presenta un rectángulo que asemeja a un pórtico, lo que ha sido interpretado como una representación de la cueva esencial, de la que toda cultura proviene. Otra pieza muy especial es un menhir de forma curiosa que luce solitario en una sala que le es dedicada en exclusiva. Menhir del silencio, le dicen, porque evoca una paz serena y silenciosa a quien lo observa desde la silla enfrentada. Nos sorprende la gran fuerza expresiva que consiguieron con sencillez de trazos los artistas neolíticos. Miles de años después, aún siguen conmoviéndonos.
Terminamos el rodaje del museo y sus colecciones. Pero aún teníamos ganas de más. En un video proyectado en la recepción pudimos apreciar una alineación de menhires en su posición natural en el campo. Al interesarnos por ellos, el director del museo, que atentamente nos atendió durante nuestra visita, nos indicó vagamente un lugar en el campo en el que podríamos localizarlos. Pero su descripción fue realmente vaporosa, algo así como que estaban a unos ocho kilómetros por la carretera que sale del pueblo y que después tendríamos que caminar unos veinte minutos. O sea, que nos sería imposible encontrarlos. Pero la tentación era demasiado fuerte como para resistirnos, así que partimos para tratar de llegar hasta ellas, sabedores de lo incierto de nuestra misión. Tras apartarnos del pueblo nos adentramos en un monte de alcornoques, lentiscos y acebuches que tanto nos recordaron a nuestros montes de Sierra Morena occidental. Apenas si se apreciaban construcciones y el paisaje no debía de ser muy distinto del que hollaran los escultores de las estelas miles de años atrás. Desgraciadamente, no fuimos capaces de encontrarlas, pero el intento nos sirvió para un primer contacto con la riquísima y biodiversa naturaleza sarda y, también, y todo hay que decirlo, para encontrar unas grandes piedras que dominaban un barranco que nos sirvieron de comedor natural para nuestro almuerzo tardío. Mientras un río rugía a nuestros pies, en algún lugar olvidado, las estelas quedaban solitarias y ausentes en su filosofar de milenios. Nuestros destinos no estaban llamados a encontrarse ese día, pero quede aquí nuestro homenaje a aquellas estelas que supieron mantenerse de pie frente a los desatinos de los siglos y a aquellos maestros prehistóricos que las esculpieron, grabando en la piedra una trascendencia que llegó hasta nuestros días.
Manuel Pimentel Siles