Es el signo de la guerra. Tarde o temprano toca morder el polvo. Es muy difícil que ningún general o gran conquistador pasara su vida sin sufrir un revés, sin conseguir una victoria pírrica. Llevamos varias jornadas siguiendo el rastro de dos grandes frentes: el de las Guerras Astur - Cántabras y el de la frontera califal del Duero, donde Almanzor sembró el terror. El propio Almanzor lo sabía y por eso recogía el polvo a diario de todos los caminos que transitó. Quería que lo esparcieran sobre su sudario en el momento de su entrega definitiva al Altísimo.
Y en estos días preciosos de principio de otoño, de campos de Castilla, de riscos cántabros, de montaña palentina y soledades sorianas, nos ha dado tiempo a valorar muchas problemáticas, amén de ver incomparables maravillas.
Las preguntas son importantes. Una que me viene a la cabeza desde hace días es que si tanto las Guerras Astur - Cántabras como las del Califato de Córdoba contra los leoneses y los castellanos eran guerras contra un invasor extranjero o si en realidad se trataba de guerras civiles. A fin de cuentas, tanto en un caso como en el otro - y a pesar de ser conflictos de expansión territorial, el poder invasor - Roma y el Califato respectivamente - llevaban ya décadas sobre el suelo peninsular. De hecho, romanos y andalusíes, regaron sus respectivos solares con graves conflictos internos que tuvieron grandes consecuencias. Seguramente a algunos de vosotros este planteamiento os parecerá un error y un horror, pero otros lo consideraréis como una posibilidad.
Vuelvo al párrafo inicial y me permito recordar como tanto Octavio Augusto como Abderramán III sufrieron severos contratiempos durante su expansión. Augusto tuvo que recurrir a sus mejores generales y ordenar un despliegue colosal al norte del Duero y las huestes andalusíes sólo cantaron victoria cuando Almanzor y Galib tomaron cartas en el asunto.
Hoy en día, que todo se polariza, es complicado reflexionar sobre la naturaleza de estos conflictos. El presentismo contamina la lectura de la Historia y dificulta su comprensión y su relato.
Los hijos del Lacio pusieron sus pies por primera vez en la península ibérica durante el siglo III a.C. El año 26, cuando Augusto decide dominar completamente el norte, Roma llevaba en Hispania más de dos siglos. En algunos territorios, como el sur y el levante, campeaban a sus anchas desde que derrotaron a los cartagineses durante la Segunda Guerra Púnica. Numancia había caído hacía más de un siglo.
Los musulmanes dominaban lo que ellos llamaron Al Ándalus desde el setecientos y pico.
Un elemento que no debemos desdeñar es que un poder absoluto - como el imperio o el califato - requieren de un dominio absoluto. Eso llevó tanto a Augusto como a los califas de Córdoba a proyectar grandes despliegues militares. Y ya se sabe que el dinero es el nervio de la guerra. Quiero decir, que tanto unos como otros, en el momento que decidieron emprender grandes campañas militares, sabían que sus costos serían muy elevados: en dinero y en vidas.
A Augusto casi lo mató un rayo. Cayó enfermo y se retiró a Tarraco para recuperarse. Al final necesitó de un despliegue de más de cien mil hombres y de una ingeniería y una intendencia verdaderamente grandiosas. Como consecuencia, todo el norte fue romano. No hubo resquicio.
Tanto en un caso como en el otro, los fenómenos de ósmosis, de comunicación, de frontera dejaron casos espléndidos. Nos ha tocado el corazón, especialmente, el de San Baudelio de Berlanga. Allí, oyendo la voz plácida de Marian Arquelgui, vimos a Oriente en Occidente. Gerardo Diego le dedicó un poema a tan singular templo. Yo esta noche quiero soñar con sus elefantes y camellos, con una siesta fresca bajo las ramas de su palmera.
Manuel Navarro