Fue uno de esos días de viaje largo, coche cansino y paisaje, mucho paisaje. Y pocos países los presenta tan diversos y variados como nuestra España inveterada. Partimos desde Alicante, donde habíamos grabado la excelente exposición “Irán, cuna de civilizaciones”, organizada por el activo MARQ, admirable por su incansable tarea divulgativa. Carretera y manta, después. Pasamos desde el sol, las palmeras, las playas y los naranjos del Levante mediterráneo hasta las alturas, los bosques de abetos y abedules, los lagos y los torrentes del Alto Pirineo, seiscientos cincuenta kilómetros a través de nuestra agostada y atormentada piel de toro.
Alicante, Valencia, Castellón, Tarragona, Lérida y, por fin, al fondo, la silueta agreste de los Pirineos, abrazado por las sierras prepirenaicas que los amparan y protegen. El aire se hizo más limpio, el calor más soportable. La carretera N-230 – que transcurre junto a la linde provincial entre Huesca y Lérida - nos dirigía a la mole montañosa que nos cerraba el norte. El sol comenzaba a declinar y desde Puente de Montañana ya advertimos un súbito corte de la montaña, rendija colosal por la que podríamos colarnos hacia los valles superiores. En efecto, el río Noguera Ribagorzana labró con paciencia geológica y fuerza de torrente pirenaico una profunda garganta, puerta excepcional que comunica el valle del Ebro con los altos valles pirenaicos.
A mediados del siglo XX, ingenio humano construyó la presa de las Escales para producir energía hidroeléctrica, aprovechando el cierre natural de la garganta. Resulta bellísimo adentrarse en los valles pirenaicos mientras nos desplazamos por las orillas mismas del embalse, que custodia en su interior dos pueblos y una ermita románica sumergidos. La carretera serpentea entre rocas y agua, atravesando hasta trece túneles que horadan las verticalidades de la montaña. Una escalera rupestre, es decir excavada en la pared de roca, permite acceder a pie a la coronación de la presa, de más de cien metros de altura. Pero, antes de ascender, una sorpresa nos aguardaba en el pueblo de Sopeira, histórica puerta de todos los espectaculares valles pirenaicos superiores, como el valle de Arán o el de Bohí, que fueron lugares muy remotos e inaccesibles hasta que a principios del siglo XX comenzaran a construirse carreteras para la explotación hidroeléctricas de sus grandes desniveles y abundante caudal. Sopeira era, pues, paso necesario de todas las comarcas pirenaicas del Alto Ribagorza, lo que justificaría su riqueza en el medievo y la existencia del importante y bello monasterio de Sopeira, cuyo origen se eleva al siglo VI y que merece la pena visitar, recortado bajo las imponentes paredes de la garganta.
Y, por fin, el Valle de Bohí – la Vall de Boí, en catalán –, labrado por un antiguo glaciar, en el quela naturaleza y la mano humana se conjugaron para conformar uno de los paisajes más hermosos.La iglesia de San Juan, en Bohí o las de Santa María y San Clemente, en Tahull, son un ejemplo sublime del arte románico, adornadas por singulares torres de estilo lombardo. En su interior se pintaron extraordinarios Pantocrátores dibujados sobre los ábsides, que serían arrancados sobre la década de los veinte del siglo pasado para ser trasladadas a Barcelona, donde se exponen en el Museo Nacional de Cataluña. ¿Expropiación bárbara? ¿Medida de protección frente a expolios o deterioros? ¿Garantía de que no fueran vendidas a coleccionistas extranjeros? El debate está servido y doctores tendrá la iglesia para dilucidarlo, que bastante tenemos nosotros con dejarlo planteado.
Dormiríamos en Pla de la Ermita, una aldea turística, asociada al esquí y al montañismo y que se sitúa algo más arriba de Tahull. Allí nos encontramos con nuestros anfitriones, Javier Rey, responsable del Gobierno de Aragón, a Ignacio Clemente, investigador de CSIC, impulsores del grupo de arqueología de alta montaña, acompañados, también, por Yolanda Mairal, con la que compartiríamos jornada de grabación al día siguiente, donde nos reuniríamos con Ermengol Gassiol, profesor de la autónoma de Barcelona, conocidos todos ellos en nuestras jornadas de Ordesa y Tella y codirectores del yacimiento de Coro Trasito, en el pirineo oscense.
Ya al día siguiente ascendimos hacia el Parque Nacional, por una carretera que serpentea entre bosques de abetos, pinos y abedules. No insistiremos en estas líneas en la belleza paisajística del lugar, recortado por altas cumbresy extensos bosques de ladera. El río Sant Nicolau se precipita en cascadas, como la espectacular del Santo Espíritu, que nos sorprende y admira. Hacemos una primera parada sobre un mirador que domina el lago Llebreta, el único de origen no glaciar, que compone una auténtica imagen de postal alpina. A nuestros pies, los restos de un antiguos búnker, de la línea defensiva que recorrió una buena parte de las alturas de los Pirineos. Nos cuesta imaginarnos las condiciones de vida de aquellos reclutas de guardia en las frías y largas noches de invierno, completamente aislados por la nieve y el hielo. Pero si aquello pudo ser un infierno, el parque nos muestra en esos momentos una imagen idílica, cercana a un paraíso montañoso, naturaleza en estado puro.Los reyes de la fauna del parque son el águila real, el quebrantahuesos, el sarrio y el urogallo. El oso, que comienza a detectarse puntualmente, vendría – una vez que se consolide – a ocupar el pódium que por méritos propios le corresponde.
Pero no es el paisaje ni la fauna el objetivo principal de nuestra visita, sino el conocer la arqueología de las alturas del Parque. La primera ocupación humana del valle se produjo hará unos 10.000 años, pues hasta los 11.000 los hielos lo cubrían por completo, secuencia helada de la última gran glaciación. Pero la repoblación humana se intensificaría después, hará unos siete mil años, como lo demuestran las excavaciones arqueológicas que conoceríamos esa mañana.
De nuevo nos encaminábamos a un yacimiento neolítico de montaña, en este caso en un paraje aún más cerrado y agreste que el que conociéramos en Ordesa, enclavado en el corazón del actual Parque Nacional de Aigües-Tortes, cuya traducción podría ser algo así como aguas tortuosas o torcidas. Y, a pesar de su belleza, no responde al paisaje que pudiéramos imaginar para un poblamiento permanente de la Edad de Piedra. Cuando pensamos en el neolítico, necesariamente, lo asociamos a aquellos primeros ganaderos y agricultores que domesticaron plantas y animales. Cerramos los ojos y nos parece verlos en sus poblados, ubicados en las inmediaciones de los grandes ríos y lagos, rodeados por amplios corrales y atareados en los campos de cereal y leguminosas cultivados en las besanas llanas de las inmediaciones. Sin embargo, ya sabemos – gracias a a la arqueología de alta montaña - que estos ganaderos y agricultores habitaron también en los altos valles pirenaicos, pastorearon sus rebaños en prados elevados e, incluso,cultivaron cereal en sus laderas.
El paisaje de Aigës-Tortes viene, como siempre, determinado en gran medida por su geología. El valle fue excavado por los glaciares sobre el lecho de un enorme batolito granítico, sin apenas suelos fértiles, por los que las áreas de cultivo hubieron de limitarse a las pequeñas vegas formadas a las orillas del río. La geología, decíamos, condiciona el paisaje. El parque se enclava, como sabemos, sobre el gran batolito granítico de Aneto-Maladeta, que determina las formas abruptas, escarpadas y con escaso suelo fértil. En el horizonte, por el contrario, advertimos formaciones de esquistos pizarrosos, erosionados y redondeados, con más suelo susceptible de ser cubiertos por pastos, bosques y praderas. Pero, a pesar de las pendientes y de la infertilidad granítica, la humanidad supo construir su hábitat y habitarlo desde hace miles de años.
Y, nuestro primer yacimiento a grabar fue La Cova del Sardo, situada a una altitud de 1780 metros, apenas poco más que una covacha de un tres de metros de profundidad y una treintena de anchura, situada a unos sesenta metros de desnivel sobre el camino que transcurre por el fondo del valle. La cueva se formó por una sobreexcavación lateral del antiguo glaciar, como se puede advertir en algunos tramos de sus paredes y techos, perfectamente pulimentados. Se aprecian una serie de corrales, más o menos derruidos, en las inmediaciones de la cueva, que servirían para el cobijo del ganado en sus sucesivas ocupaciones. Las más extensa de estas ocupaciones humanas se produjo en el neolítico, desde el 4800 a.C. hasta el 2400 a.C., más de dos mil años como hogar de unas familias que nos legaron un rico patrimonio en industria lítica, cerámica y un espléndido hogar delimitado por piedras, perfectamente alineadas y visibles en superficie. Es el único yacimiento del parque que muestra restos de los tres neolíticos cronológicos, el antiguo, el medio y el final.
Las puntas de flecha, lascas, trapecios y otros útiles líticos fueron tallado sobre un sílex no local. El más cercano procede de Sopeira, situado a unos treinta kilómetros y el más lejanos de canteras del valle del Ebro situadas a más de ciento sesenta kilómetros de yacimiento. Desde las cronologías más antiguas se atestigua un comercio de sílex – probablemente también de sal – que se intercambiaría con productos agrícolas, ganaderos o artesanales producidos por los habitantes de la cueva. Este comercio se desarrollaría a través de unos caminos que, probablemente, seguirán siendo utilizados en la actualidad. La cerámica encontrada es de uso ordinario, sin decoración cardial. Analizados sus contenidos, se deduce la producción de queso desde, al menos, el 4800 a.C. Los recipientes cerámicos fueron usados para guisar carne de cordero. Existen también evidencia de cerdo, aunque bien pudiera ser los restos del uso de manteca o tocino traído de zonas bajas del valle. Como es sabido, el pastoreo del cerdo resulta más dificultoso que el de la oveja, cabra o vaca. Curiosamente, y a pesar de la presencia de útiles de caza, como las puntas de flecha, apenas si se han encontrado restos de fauna salvaje, cuando lo esperado hubiera sido que la caza también formara parte de la dieta habitual de las familias neolíticas.
Las reducidas dimensiones del abrigo limitarían el número de sus habitantes a una familia nuclear formada por siete u ocho miembros a lo sumo. Nada impide que se erigieran cabañas en las inmediaciones, por lo que la población hubiera podido resultar superior. No se han localizado ninguna necrópolis del periodo neolítico, quizás sus restos aún nos aguarden en alguna cueva clausurada o, quién sabe, también puede que se perdieran para siempre.
Sobre la Cova del Sardo, a apenas unos veinticinco metros de diferencia de cota, se abre otra pequeña covacha, aún más reducida, bautizada como Sardo II y que bien hubiera podido ser utilizada durante el periodo neolítico. Subimos a visitarla, usando un antiguo camino de herradura, probablemente de origen medieval. Una cama realizada de hierbas parecía atestiguar que un gran animal había invernado a su protección, quién sabe si uno de los osos que esporádicamente se detectan en los bosques del parque.
En las inmediaciones de la cueva se aprecian, como dijimos, estructuras que corresponderían a cercados y corrales para aprisco del ganado. Las más evidentes en la actualidad fueron erigidas en la ocupación medieval del siglo X, que dejó también evidencias arqueológicas, como, por ejemplo, fragmentos cerámicos de recipientes de un licor producido por los musulmanes de Lérida y que sería adquirido por los pastores montañeses para aliviar las largas noches de invierno.Como anécdota, los investigadores encontraron en la cueva una moneda de Felipe V, lo que demuestra su ocupación puntual durante el siglo XVIII, a partir del cual ya no se encuentran nuevas evidencias de actividad humana. No se trata de la única moneda localizada en un yacimiento del parque. Así, en un abrigo situado a 2.300 metros de altitud se encontróuna moneda de Luis XV, lo que evidencia el paso frecuente de los pastores y comerciantes a ambos lados de las fronteras por pasos tan elevados.
Al igual que la vegetación natural fue variando con el clima a lo largo de los milenios, así también lo hizo la explotación humana de los recursos naturales. Así, la vegetación que hoy apreciamos sería distinta a la que vieron los primeros pobladores del neolítico antiguo del 10.000 a.C., que se encontrarían con bosque de hayas, robles y especies caducifolias. A partir del neolítico medio, el clima se enfrió y fueron los abetos, abedules y avellanos los que se extendieron por las laderas de las montañas, sin que desde entonces hasta ahora haya variado demasiado ni la vegetación ni la fauna silvestre. Estas variaciones de clima influyeron en la actividad ganadera, pues los pastos ascendían o bajaban en función del frío dominante. En todo caso, parece que la ocupación por debajo de los 2000 metros de altitud fue permanente durante todo el periodo.
Curiosamente, no se han encontrado yacimientos del bronce, una inexplicable ausencia después de miles de año de ocupación. Un misterio que quedó resuelto tras el inesperado descubrimiento de unas vasijas cerámicas sorprendentemente intactas. Aparecieron en una covacha en un gran canchal y fueron interpretadas como depósitos intermedios en los que los pastores intercambiarían mercancías y alimentos. La cueva – apenas si una hornacina – permaneció sin derrumbes durante los últimos cuatro mil años, lo que demuestra la inmovilidad del canchal durante, al menos, ese prolongado periodo. Visitamos el hueco en el que aparecieron las cerámicas, que grabaríamos después en el centro de interpretación del Parque Nacional que se encuentra en Bohí. Se han encontrado otras seis ubicaciones de cerámicas del bronce, todas ellas ocultas en canchales, lo que nos habla de una práctica habitual de avituallamiento para los pastores del bronce.
Visitamos, en último lugar, las ruinas de una antigua instalación ganadera, al parecer medieval, de la que aún se aprecia con nitidez una especie de corredor de piedra – una mangá que dirían en nuestra tierra – que se utilizaría para ordeñar al ganado y para cualquier otro tipo de atención o manipulado de los animales. Recordamos a las mayatas que conocimos en Ordesa. Los animales se harían pasar por el largo corredor de piedras y el pastor, sentado en una piedra central, podría ordeñar con toda la serenidad que la operación precisa. También esquilar, sanar o marcar, que muchas y variadas son las faenas que el ganado requiere. Este tipo de instalaciones ya se levantarían desde la prehistoria, por lo que no podemos afirmar que no hubiera sido erigida por vez primera por pastores neolíticos. En todo caso, su último uso datado fue medieval. Complementa la construcción para el ordeño los restos de una vivienda y de algunos corrales adjuntos. Nuestros anfitriones nos advierten de la extrema toxicidad de una planta que suele crecer junto a las instalaciones ganaderas y que admiramos temerosos ante nuestros pies. Se llama Tora y presenta unas llamativas flores moradas, que retan nuestra atención. No se deben tocar, pues si, por algún motivo, nos lleváramos las manos a la boca, se podría producir un grave envenenamiento. Y los relatos de personas envenenadas por la Tora surgieron espontáneamente, muestra viva de la eficaz perduración de la tradición oral.
La mañana de grabación tocaba a su fin. Sobre una gran roca de granito improvisamos un somero almuerzo con los embutidos que Ignacio había traído para la ocasión y que a pura gloria pirenaica nos supieron. Bajamos, después, en coche hasta Bohí para grabar las cerámicas del bronce expuestas en el Centro de Interpretación. Dejamos en el Parque a Ermengol, que regresaría caminando. Estos profesionales de la arqueología, enamorados de su trabajo, nos parecen admirables. El grupo de arqueología de alta montaña realiza una gran labor prospectiva e investigadora. Si hasta hace pocos años se consideraba que la huella arqueológica de actividades humanas en las alturas sería insignificante, hoy se conocen más de 350 yacimientos dentro, tan sólo, del actual perímetro del parque. En la actualidad excavan en el yacimiento conocido como Portarro, situado a 2200 metros de altitud, un complejo de abrigos y corrales con ocupación tanto del periodo neolítico como romano. Existe un rico muestrario de yacimientos en altura, como un túmulo de piedras localizado a unos 2.500 metros de altitud – aún sin excavar – y otro yacimiento a 2.800 metros en el que aparecieron láminas de sílex que ojalá podamos volver a grabar en una futura ocasión.
Nosotros partimos hacia el sur. Arriba, entre abetos, abedules, lagos y cascadas, quedaba el recuerdo inmanente de aquellos pastores neolíticos, hijos valientes del granito y de las alturas que jamás terminaron de irse del todo de aquel valle hermoso que, para siempre, conquistaron para la humanidad.
Manuel Pimentel Siles.